Sesión doble

El siglo XX nos ha regalado treinta años de vida, es algo que decimos sin que nos tiemble la voz, sin pararnos a reflexionar qué significa a nivel individual y también colectivo que tengamos ahora la posibilidad de vivir una vida entera ‘de más’, algo para lo que nadie nos ha proporcionado el manual de instrucciones. 

Esta segunda vida que se nos presenta de los cincuenta años en adelante la entiendo como una invitación a participar en una doble sesión de cine. De manera que, ahora, por el mismo precio, podemos disfrutar, no de un corto de propina, sino de un largometraje completo, títulos de crédito incluidos. 

Si vamos a vivir hasta los cien años y queremos hacerlo con significado y dignidad, desplazándonos por la vida probablemente con bastón pero con paso decidido y mirada con perspectiva, es imprescindible que se produzca una transformación radical de las relaciones de la sociedad con la vejez y también de cada una de nosotras con ella, para poder planificar ese larguísimo periodo de vida que nos situará al borde de los 100. A no ser que estemos dispuestas a vivir esta morterada de años con la moral por los suelos.

Desde mi modesto punto de vista, todo tiene que ver con la cantidad de autoestima de la que partimos que, en el caso de las mujeres, suele ser ínfima, gracias a nuestra socialización en la feminidad, la sumisión, la bondad, la belleza heterosexual, la complacencia y demás elementos insecurizantes con que hemos crecido y con los que convivimos día a día, aunque creamos que no.

Se da la paradoja de que con el paso de los años ―y gracias a nuestra fortaleza interior y al empuje de quienes nos han ido dando alas a lo largo del tiempo― nuestra autoestima intelectual, moral, profesional, suele mejorar. Sin embargo, este hecho se suele producir más o menos al mismo ritmo y con la misma velocidad con que se desmoronan otros ámbitos de nuestra confianza y seguridad personal, fundamentalmente referidos al cuerpo.

Iniciado el período postmenopáusico ―ese que Margaret Mead admiraba por la brillante energía que genera en las mujeres― a la vez que confiamos progresivamente en nuestro interior: nuestro criterio, nuestra mente y nuestra empatía; empezamos a mirar de forma cada vez más temerosa y desmoralizada nuestro embalaje exterior, de manera que la ira y la vergüenza nos interpelan ante el espejo. 

No me parece un buen plan la idea de vivir la mitad de la vida (y estoy siendo amable) enfadadas con nuestro cuerpo, desmoralizadas, avergonzadas, mal en nuestra piel y, por si esto fuera poco, pidiendo perdón por existir, por querer estar ahí, por participar, por opinar, por desear. Por saber.

No podemos argumentar que este amplio periodo de tiempo por vivir después de la menopausia nos ha pillado por sorpresa, porque desde hace bastante sabíamos que ―si las diosas nos eran propicias― íbamos a disponer de este tiempo en el que vamos a tener que tomar importantes decisiones. No, la menopausia no es el principio del fin, sino el inicio de la estación de la verdad, no lo perdamos de vista, mientras nos dedicamos a llorar la juventud perdida.

Atrás ha quedado la larga etapa de la obediencia femenina, de la heterosexualidad complaciente y consentidora y esa interminable lista de amabilidades que nos han hecho polvo ―y pobres―. Los diversos y complejos mandatos de la feminidad nos han arruinado económica y moralmente, por múltiples y poderosas razones. Una de las más desmoralizantes tiene que ver con el imposible ideal y deber de la belleza al que, por cierto, la mayoría de las veces, ni siquiera nos hemos acercado. Ahora, agostadas, arruinadas, cansadas, tenemos que reinventarnos, cuando aún no tenemos demasiado claro el modelo al que adscribirnos, aunque sea grosso modo. ¿Qué tipo de vieja queremos ser? ¿Con qué recursos contamos?

A pesar de que mi pensamiento acerca del ciclo de la vida incluye la convicción de que nunca es tarde, lo cierto es que, si no ponemos pie en pared y tratamos de reconstruirnos desde el minuto en que seamos conscientes de ello, las cosas pueden ponerse difíciles. Por lo tanto, no nos queda más remedio que proyectar una vida a nuestro gusto, en la que vayamos desatando los nudos diversos que nos han constreñido desde niñas y empecemos a transitar por nuestra vida, la única de que disponemos, con la seguridad que nos proporcionan los vínculos y las redes que hemos ido tejiendo mientras remendábamos la vida de los demás. 

A veces hay que plantearse un ultimátum, ahora o nunca. Las grandes decisiones han sido tomadas ―y si no, a qué esperas―; el tiempo en que hemos vivido montadas en la noria imparable, solucionando los deseos y necesidades de los demás, puede ir quedando atrás. Ahora ha llegado el  momento de escuchar la invitación de Adrienne Rich a tomarnos en serio, a valorar nuestra mente y nuestras producciones, a poner límites y no estar siempre disponibles, si queremos sanar, siendo agentes de nuestra vida y de nuestra sexualidad maltrecha. 

Tomemos, hermanas, los años regalados como una deliciosa sesión doble de la que poder disfrutar con elegancia y libertad.

Anna Freixas Farré

Gerontóloga feminista

Experta en mujeres y envejecimiento