Cosas que pasan: SU PROPIA VIDA

Cuando mi hijo llegó a la adolescencia, yo estuve ansiosamente atenta para captar el menor indicio de que sufría por las mismas razones que me hicieron sufrir a mí a esa edad. Daba por sentado que esa era la forma en que se le presentaría el sufrimiento. Me equivocaba. Un día, charlando con él (esa bendita costumbre que adquirimos durante su infancia y sobrevivió por suerte, a trompicones, durante esa etapa de obligado alejamiento que es la adolescencia) descubrí que sufría, sí, solo que por cosas distintas: sus cosas.  

Ahora ya es un adulto, tiene pareja, tiene hijos y una profesión, hace tiempo que vuela con sus propias alas, …y yo sigo cometiendo el mismo error. Honestamente creo que aquella tarde de nuestra charla comprendí realmente que él no soy yo, pero, aunque nunca he anhelado que alcanzara el éxito social, que llegara a ser ministro o premio nobel para mayor orgullo de su madre, y solo he deseado que tomara sus decisiones lo más libremente posible, que se hiciera “un hombre” (en el sentido del poema de Kipling), ahora, cuando charlamos, de vez en cuando descubro que, sin darme cuenta, he vuelto a levantar un castillo dorado de ilusiones, porque hay algo profundamente inconsciente a lo que no he renunciado: no he renunciado a que sea feliz, feliz de un modo totalmente naif, feliz como alguien que no ha vivido, que no vive, feliz sin pasar por el dolor, a pesar de que sé perfectamente que eso es imposible. Cuando hablo con él, y él, sin saber de mis fantasías, me pone tranquilamente ante sus cuitas y sinsabores -y veo que no ha caído, es verdad, en algunas de las trampas en que yo caí a su edad, pero sí en otras, y en otras más que ni había imaginado-, reaparece en mí esa madre que nunca ha desaparecido del todo, la que quisiera protegerle de todo dolor, la que comprendió angustiada, nada más nacer, que al sacarlo al mundo nada podría impedir que el mundo y la propia vida le hicieran daño. 

Y cada vez que eso ocurre, que el castillo se desmorona estrellado contra la realidad, tengo que empezar de nuevo, ponerme a hablar conmigo otra vez, con paciencia, como con una niña testaruda, y recordarme que él no me pertenece, que tiene derecho a sus alegrías y a sus penas, en fin: a su propia vida. 

Margarita López Carrillo

Activista feminista de salud