Mi no ser abuela

No soy abuela y nunca lo seré. No fui madre y ya no lo seré. Soy una mujer de casi sesenta años, que quizá me vuelva vieja. Entro así en este editorial que me ha pedido Leonor Taboada para aclarar y aclararme qué hago yo escribiendo ni más ni menos que el editorial de este número de Mujer y Salud con un dossier dedicado a las abuelas. Pues bien, desde mi lugar y tras leer el caleidoscópico universo ‘abuelez’ de MyS me contradigo y me declaro abuela. ¿Por qué?

Porque ser abuela no solo significa el vínculo familiar que establece la biología, o el formalismo de ejercer como cuidadora de unos niños que por salto generacional te han caído en los cansados brazos, como no lo es tampoco ser la síntesis del clan o la tribu.

¿Qué es o no es llegar a ese estado, gozoso para una gran mayoría de mujeres, y ominoso para otras que no se atreven a contradecir el rol que se les asigna por biología? Por cierto, brillante artículo el de los médicos Mercedes Pérez-Fernández y Juan Gervás en el que aseguran que “el éxito biológico es tener nietos. A través de los nietos se perpetua el material genético de los abuelos”. Claro está que ya sabemos las pugnas entre la biología y la cultura porque lo que se llama “éxito biológico”, ha supuesto en otros ámbitos un modelo lleno de desequilibrios.

Como quiero saber de qué hablamos, me encamino para precisar el término abuela a la Real Academia de la Lengua Española. Empieza ya mal. Buscas la palabra y la RAE hace jerarquía y discrimina, ¡qué raro!, en su primera acepción. “Abuelo, la, 1. m.y f. Padre o madre de uno de los padres de una persona”. A ver, si le pregunto qué significa abuela, ¿porqué el supuesto sabio de la lengua española prioriza al género masculino si le estoy preguntando en mujer? Lo dejo. Eso sería otro editorial.

Vuelvo a mi no ser-ser abuela, no sin antes apuntar que en la segunda acepción del término, la RAE indica cómo en su uso coloquial ‘abuelo, abuela’ “es una persona anciana”. En ese sentido, brillante Anna Freixas cuando en su artículo recuerda que equiparar, nombrar a las personas mayores como “abuelas” las “convierte en anónimas”. Mi madre dejó de ir a un restaurante de su barrio cuando el camarero la llamó abuela. Ella, que no lo es, muy a su pesar, se sintió herida en

sus resplandecientes setenta y pico años porque ser abuela es ser mayor. Y ella ¡qué va….!

Mis caricias de no ser abuela las deposito en mi madre, reconociéndome en los abrazos que le doy también. Cuando la aseo, ella se deja, y desde su intimidad confiada a mis cuidados, de pronto regresa y me dice: “¡Cuánto trabajo te doy, aquí limpiando a tu madre!” Río con ella y le digo: “Si tú me limpiaste tantos años, ahora lo hago yo contigo. ¿Qué te parece?” Levanta su cabeza, sale de su cada vez mayor hundimiento en su propio cuerpo, y me responde: “Gracias. Te quiero”.

Pienso mucho en la vejez, en los roles que al igual que los pasos de baile se van moviendo, adaptando al ritmo, se desplazan hacia un lado de esa pista de baile que es la vida y que pocos años atrás apenas intuí que llegarían así, tan de repente. En mi no ser madre, no ser abuela, en la certeza de no serlo jamás, me he ido reconociendo en mamá Carmen (mi abuela materna), en Dami (mi madre), y de su mano, de su memoria, de los recuerdos, de cómo la una me leía cuentos y la otra, poemas, me he ido convirtiendo en esta que soy, una mujer de casi sesenta años que quizá se haga anciana, convencida de que ser abuela no es muy distinto a ser una en los demás. Con permiso de la biología.

Me asaltan como caballos desbocados las recientes imágenes de las abuelas del mundo confinado acariciando a sus nietos, algunas estrenando a distancia el primer llanto del recién nacido, a través de esas pantallas de teléfonos móviles, tablets, ordenadores que se multiplican como las palas de un abanico en las videollamadas que han salvado más de una soledad no elegida. El virus de la COVID19 ha convertido en nautas tecnológicas a quien dos días atrás apenas se entendían con esos aparatos del diablo. Desde aquí mi abrazo gigante a esas abuelas junco.

Ahora que ya tengo amigas que viven su abuelez como “el estado ideal, sin ser una esclava de los nietos”, sostengo qué arbitrario y relativo es eso de ser abuelas. Porque no creo que tenga nada qué ver serlo a los 30-40 y pocos años, en coincidencia incluso con tu ser madre, a ejercerlo en una vida de miseria en la que no eres más que una tabla de salvación por culpa de la desigualdad social, a ser abuela con una pensión merecida que recompensa una vida de sacrificios, o, si estás en el grupo de las muy afortunadas, ser esa raíz del árbol que crece aunque tú te vayas apagando naturalmente.

Desde mi sí-no ser abuela, os abrazo a las que lo sois a vuestra plural y diversa manera de serlo. Incluso sin tener nietos. Como yo.

Lourdes Durán Ramírez

Periodista y escritora