Una abuela en un parto en casa

Por dónde empiezo…

Isidro, mi hijo, me llamó a las once de la noche, y ahí que me fui cargada de comida (me había pasado el día cocinando, sobre todo para despistar la angustia de la espera). Llamé un taxi; con los nervios casi se me vuelca todo lo del cesto en el coche; comprobé el piso antes de llamar al interfono pero apreté otro timbre. ¡Dios mío!, pensé con desesperación, ¿conseguiré llegar a la casa y comportarme con un mínimo de normalidad? (me imaginaba tropezando, rompiendo cosas con las manos incontrolables,…)

Cuando entré reinaba la penumbra; la única lámpara encendida estaba velada con un pañuelo anaranjado. Natalia estaba desnuda tumbada en el sofá, respiraba profundamente, concentrada (según me explicó Isidro a media voz), tratando de entrar en cada contracción como en una ola, tratando de no sufrir, de no tensarse, de dejarse ir con ella, de dejarla pasar, de acompañarla sin resistirse hasta despedirla en el fondo de su vientre dolorido. Las comadronas de Titania se habían ido un rato para dejarlos solos, para que ella pudiera, en la intimidad, en la confianza absoluta en Isidro, encontrar la manera, su manera, de lidiar con ese mar cada vez más embravecido.

Isidro estaba en el extremo del sofá; le acariciaba las piernas, el vientre, le susurraba palabras de ánimo, la acompañaba con toda su atención y su presencia. Una música suave, que salía de un portátil en un rincón, daba a la escena el último toque de sueño largo y extático.

Me calmé de golpe. Fue como cuando te incorporas a una danza que otros ya están bailando: coges el paso, entras en el ritmo, te unes, te acompasas. No tenía que hacer nada más. Comprendí que mi sola presencia a Natalia le servía.

Luego, tal vez al cabo de una hora, aunque el tiempo se convirtió en algo espeso como el aire húmedo que sofocaba la noche, todo cambió. Volvieron las Titànias. Vi la preocupación en sus ojos: Natalia llevaba muchas horas de contracciones dolorosas y apenas había dilatado cuando le habían hecho el ultimo tacto antes de irse, un par de horas atrás. Delicadamente me susurraron que si en el próximo tacto no se apreciaba un progreso significativo, no habría más remedio que ir al hospital porque su cuerpo mostraba ya signos de agotamiento. Entre tanto Natalia se había levantado, de repente necesitaba moverse, andar, aullar por el pasillo. La mujer doliente del sofá se había transformado en una hembra poderosa, un hermoso animal, parecía más alta, lo llenaba todo.

En pequeña asamblea, se decidió retrasar ese último tacto definitivo un poco más. Ahora sé que estrictamente sólo pasó una hora, pero la angustia y el desánimo -porque ni siquiera las Titànias con toda su experiencia se atrevían a interpretar el cambio de actitud de Natalia como un signo seguro de que la dilatación había cogido ritmo por fin-, iban atrapándonos a todas, una a una, y a Isidro, y casi casi pero no, porque su intenso trabajo la mantenía en pie de guerra sin aceptar rendirse ni un poco, a Natalia. “Si hay que ir al hospital, vale, pero esperemos a que se haga de día” -decía mientras deambulaba por el pasillo como una magnífica fiera enjaulada.

Horas más tarde, cuando todo hubiera acabado y las comadronas y yo nos dirigiéramos exhaustas y felices de madrugada, como atletas agotadas tras la victoria, por las calles desiertas del Guinardó hacia el metro, pensaría, a la luz de cómo había ido todo, que realmente cada parto debía ser único, como ellas no se cansaban de repetir, un todo imprevisible, con un ritmo y una duración propia que se resiste
a adaptarse a ninguna pauta. Pero de momento, nos atenazaba la incertidumbre.

A eso de la una y media, Pepi anunció que ese tacto objetivador implacable, que podía acabar de un plumazo con las ilusiones de
esa pareja tan joven y tan entregada, con ese proyecto preparado con mimo, el de parir a su hijita en
su propia casa, no se podía postergar más. Ella, (ellas) eran las profesionales, las responsables de poner ante sus ojos obstinados los límites
de lo posible, cuando la realidad reclama su presencia frente al deseo. Natalia, mucho menos enajenada de lo que sus bandazos y alaridos -posturas imposibles contra los muebles y las paredes, buscar alternativamente los ojos de una, las manos de otro cuando una nueva acometida la empujaba contra los límites de sí misma- pudieran hacernos pensar, se tumbó rápidamente para dejarse tocar, deseosa de salir de dudas, de saber si todo ese dolor extenuante estaba siendo útil (me contó al día siguiente que hubo un momento en que dijo, “No puedo”, y que en ese instante pensó, “Mira, ya lo he dicho; me habían contado que todas las mujeres en algún momento del parto lo llegan a decir; pues bien, este ha sido mi momento”).

Pepi se puso el guante, se untó los dedos de gel. Había ternura en sus gestos y también solemnidad, parecía una sacerdotisa en pleno ritual. El tiempo, hasta ese momento extraordinariamente lento y rápido a la vez, se detuvo como expectante: el aire tan húmedo y caliente, la espera tan larga, el temor a la desilusión tan grade… Desde mi lugar, una especie de taburete bajo, ancho y largo cubierto con una colchoneta (luego supe que era una silla de parto que las Titànias habían llevado por si era útil), en el rincón donde me había instalado hacía un rato para no estar en medio, para dejar que Natalia buscara libremente sus apoyos, para que sintiera mi amor cuando nuestras miradas se cruzaban, para que las que sabían mejor que yo lo que estaba sucediendo y lo que podía ayudarla no tropezaran conmigo en aquella casa tan pequeña en la que Àfrica nos había congregado (seis personas y una gata moviéndonos como fantasmas en la penumbra sofocante de la noche de agosto), leí, o quizá lo he interpretado después a la luz de lo que ya sé, el desconcierto en la cara de Pepi. Cada persona se sorprende como es: Pepi no puso
cara de sorpresa, no exclamó, sólo pareció concentrarse más, enlentecer un poco más sus gestos. Extrajo delicadamente los dedos y dijo con voz casi inexpresiva: “Estás mucho más dilatada de lo que esperaba”. La idea caló en Natalia (seguramente, con rapidez, aunque en mi recuerdo, toda esa escena transcurre a cámara lenta), que gritó, “¿Mucho?, ¿cuánto?”. “Ocho centímetros”, contestó Pepi casi incrédula mientras se arrancaba el guante y miraba a sus compañeras que de golpe salían del estupor. Y Natalia, concreta y precisa, con entusiasmo y a la vez como preguntando, “Entonces, ¿ya está!?”. “Sí, pero te quedan dos centímetros”, le respondió Pepi mientras el aire se volvía ligero, la penumbra acogedora y el mundo ancho y alegre.
“Vas muy bien, sigue haciendo lo que estabas haciendo”, le dijo Tere como temerosa de que todo volviera a detenerse si Natalia perdía la concentración. Pero su cuerpo ya estaba lanzado. “Tengo muchas ganas de empujar”. “No, aún no, que podrías hacerte daño”. “Pero ¿qué hago?, no soy yo, es el cuerpo que empuja!”. “Nada, deja que el cuerpo haga pero tú no aprietes”. “Es que esto ya está aquí, no puedo retenerlo, creo que está a punto de salir” “No, eso es imposible, te quedan dos centímetros”.

De golpe, todas estábamos en movimiento, había alegría, prisa. Natalia e Isidro vieron con entusiasmo cómo Pepi y Tere empezaban a hacer los preparativos para recibir a la niña: la perita para succionar las mucosidades de la boca (y no sé cuántas cosas más que yo no comprendía pero seguro que ellos sí porque se habían preparado a fondo), mientras Yanina, la tercera Titania, miraba fijamente a Natalia y comprendía que, por extraordinario que pareciera, sus ganas de empujar eran auténticas -que tal vez en su proceso de dilatación tan atípico en que nada se había movido durante horas y horas y luego se había desencadenado como una presa que revienta, era posible que aquellos dos centímetros ya se hubieran borrado un minuto después de medirlos-, y decidía seguirla y se unía a Isidro para escoltarla, en sus cada vez más lentos desplazamientos, hasta el baño donde Natalia se dejó resbalar por fin hasta quedar en cuclillas sostenida por Isidro que la sujetaba por las axilas, encajados entre la taza y la pared de la ducha, en un mudo, Aquí me quedo, y mientras yo, que era la única desocupada, me recuerdo como una sombra que sigue a los protagonistas, o como una cámara que nadie nota, sólo sé
que estaba ahí cuando Yanina se agachaba ante Natalia y comprobaba que era cierto, que algo pugnaba por salir de la vulva dilatada, y yo me apartaba como flotando para dejar al grupo desplazase pesadamente los escasos tres metros que les separaban del sofá de la sala donde habría más espacio, le estaba sugiriendo Yanina dulcemente, porque el baño era demasiado pequeño para nada.

Isidro volvió a sentarse en el borde, ahora del sofá, y volvió a sostener por las axilas a Natalia que, con las piernas dobladas y abiertas, parecía mirar como hacia dentro de sí misma, con la cara sudorosa e intensamente absorta en eso que avanzaba hacia afuera de ella, eso que empujaba por su cuenta y que ni ella ni Isidro veían, hasta que Pepi puso un espejo con soporte en el suelo ante ellos para que pudieran ver, justo a tiempo, cómo nacía su hija.

Y no sé cómo, porque era como si no tuviera cuerpo, yo estaba allí delante viéndolo todo en primer plano; un privilegio. Y vi eso, que luego Isidro describió, con su humor característico, como un aguacate que iba separando poco a poco los labios hinchados de la vulva, y no podía apartar los ojos como abducida y a la vez diciendo por dentro: “Dios mío, ¿es así?, ¿es así cómo ocurre, así de extraño, de extraordinario?; esto que es nacer ¿se hace así?; y si es algo cotidiano que el cuerpo de miles y miles de mujeres realiza cada día ¿por qué me está pareciendo un milagro?”

Primero el aguacate, que era en realidad la coronilla surcada de rallas negruzcas de pelo mojado, se convirtió de repente en una cabecita y a renglón seguido un ser humando completo, diminuto y perfecto estaba ante mí. Un ser de un blanco luminoso como de otro planeta, un ser divino (eso es exactamente lo que sentí), una vida nueva viniendo a visitarnos desde no sé qué remoto reino. Y Àfrica ya estaba aquí.

Margarita López Carrillo

Activista feminista de salud