La textura del tiempo

Mi nieto mayor que tiene ocho años me preguntó en una ocasión mientras me abrazaba y ponía esa cara pícara que le sale cuando hacemos juegos de palabras y adivinanzas, Àvia, ¿por qué eres mi àvia? Porque tu madre que es mi hija me ha hecho este regalo, le dije. Eso es para mí ser abuela, un regalo, pero también una segunda oportunidad. Si miro atrás, y me detengo en la etapa de la crianza de mis hijos, me veo atrapada entre el trabajo en el hospital, la crianza y mi azarosa vida sentimental, yendo de un lugar a otro angustiada porque no llego a esto o aquello.

La última vez que abrí las cajas donde guardo las fotografías de mis hijos cuando eran pequeños, estaban a punto de hacerme abuela por vez primera. En un momento de nostalgia, busqué aquellas que los mostraban en esas edades en que dependen absolutamente de ti y me entretuve mirando sus caritas redondas, sus cuerpos rechonchos y sus miradas transparentes y confiadas. Enseguida se me formó un nudo agridulce en la garganta y se me aflojó el cuerpo como si acabara de luchar contra un vendaval, me quedé recostada en el sofá con las fotografías a mí alrededor, añorando su olor, su piel tersa y cálida, sus abrazos, sus manitas sucias, añoré el tiempo que no pasamos juntos, los momentos en que me reclamaban, para jugar, para contarme algo, qué se yo, cosas sin importancia piensas cuando ocurre, Ahora no puedo cariño, y ¡zas! el momento pasa y ya no vuelve más. ¡Qué rápido habían pasado los años! En fin, no lo he vuelto a hacer, no he vuelto a abrir esas cajas, ahora tengo a mano las fotografías de mis nietos, pero la pregunta que trajo aquel huracán, que se había colado en mi sala para dejarme arrasada durante unos días, se quedó conmigo: ¿Disfruté a mis hijos lo suficiente? Así que me tomé la venida de mi primer nieto como una segunda oportunidad. Lo ha sido y lo sigue siendo ahora que ya tengo dos, porque de una forma sorprendente, yo que soy una mujer inquieta, con tendencia a la ansiedad y a la impaciencia, consigo transitar por la serenidad en mi ser abuela, con bastante frecuencia. Los nietos son unos testigos despiertos y lúcidos que te recuerdan quién eres y dónde estás ahora, qué puedes hacer y qué ya no puedes ni podrás, te colocan siempre en el presente, el lugar donde habitan los niños con total naturalidad, y esa presencia constante en el presente, ya lo sabemos, desaloja la ansiedad.

En algún momento, después de cumplir los sesenta años, de ser abuela y jubilarme, me he hecho mayor. Junto a esta revelación, ser vieja, se ha instalado en mí una imagen, la del mundo sin mí, así, sin más, una imagen poderosa que no queda más remedio que aceptar como se suele hacer con las cosas inevitables. No quiero decir con esto que quiera dejarlo, me gusta creer que estoy en la niñez de la vejez, no he cumplido los setenta y tal vez llegue a los noventa como mi madre y sus hermanas. Mientras pueda seguiré con mi vida, el activismo no se deja colgado en la percha como el abrigo en verano, se lleva en la sangre y en el alma toda la vida, puede cambiar el modo en que una lo transmite, adoptar una forma más pausada, o más sutil, pero ahí está. Yo decido si ejerzo de abuela, o de activista, de terapeuta de reiki, de senderista, o de lo que sea y me siento cómoda en mi elección.

Por fin sé que de nada sirve correr más deprisa que las aguas de la propia vida, ahora percibo en el tiempo otro volumen, otra textura, aunque lo siento correr, yo ya no puedo hacerlo, ni siquiera para coger el autobús o el tren, las piernas no me sostienen como antes, voy por ahí con los cabellos blancos que mis nietos admiran, los dorsos de las manos llenos de manchas, “porque eres viejita” dicen, y el sujetador un poco más suelto porque es más cómodo, he aprendido a ver crecer la hierba y puedo observar la vida en general y a mis nietos en particular, sin prisas.

Esperança Aguilà Ducet

Escritora y abuela