Mujeres y Salud - Revista de comunicación cientifica para mujeres
 
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Hitos sexuales de una progre de los setenta
Paulina Austerra

Yo pertenezco a esa generación de mujeres de este país que cumplimos veinte años en los setenta; que pasamos del colegio de monjas a la píldora en apenas dos años, que empezamos la veintena con la transición. Durante aquellos años, a mí, como a todos lo hombres (y mujeres) me tocó vivir tiempos difíciles (la frase es de un cuento de Borges), pero el sexo fue una de las cosas que me hicieron aquellos tiempos menos difíciles y quiero reírme con vosotras reacordando aquí algunos momentos divertidos de aquellos tiempos en que para mí y para todos empezaban tantas cosas.

A los quince años me gustaba un chico de dieciocho, Riqui. Aunque no se interrogaba sobre la existencia de Dios ni la igualdad entre hombres y mujeres, como yo, a mi me gustaba porque era muy guapo. Me sacaba una cabeza y se duchaba y perfumaba para bailar exclusivamente conmigo en aquellos guateques que una pareja de hermanos amigos organizaban cada tanto. Mientras bailábamos los lentos (Carol King, Cat Stevens...), (yo embriagada con aquella colonia y él embriagado no sé con qué, yo nunca he usado colonia, pero embriagado sin duda), un discreto temblor nos envolvía como una malla y nos acercaba irresistiblemente. Él pertenecía a una familia católica apostólica y romana, como yo, y decía cosas como “el primer beso de pasión el día de la boda”, pero yo, por alguna misteriosa razón, no me sentía obligada a continuar los preceptos y tabúes de mis mayores y decía (para mis adentros) frases como “a ver si en este guateque avanzamos un poquito”. Pues bien, en uno de esos, una tarde, bailando quizá Yesterday o Con su blanca palidez, cuando el temblor común nos anudaba y nos mecía y nos ajustaba poquito a poco el uno al otro como una maroma de gasa, una maroma de brazos, nuestros brazos, él inclinó la cabeza (era muy alto) y yo levanté la cara, como sincronizados, y zas, me dio un beso en los labios. Fue un beso caliente pero fugaz como un aleteo de mariposa, pero yo sentí una mezcla de placer y de triunfo que me duró lo que tardé en cenar.

Aquella noche en mi casa, cuando más convencida estaba yo de que la cosa iba muy bien y de que, con un poco de suerte, a pesar de sus frases cargadas de buena voluntad de catequista, en el próximo guateque pondríamos un poquito de lengua, sonó el teléfono.
No me dejó hablar. Se le notaba la voz apagada por el dolor de contrición. “Sólo llamaba para pedirte perdón por lo de esta tarde, te prometo que no volverá a pasar”.

* * *

Durante mi infancia y pubertad, mi madre me hizo muchas veces la misma enigmática advertencia:

-Paulina, cuando te laves por allá “abajo”, no te toques mucho que no es bueno.

Y yo, que no tenia ni la más remota idea de a qué se refería (aunque a mi hermana le cueste creerlo), le hice caso, pensando que por una vez obedecer a mamá me resultaba bastante fácil.

De modo que, cuando aquella noche de mis diecisiete años, durante una de nuestras sesiones de abrazos, besos y manos ansiosas bajo la ropa, a que nos entregábamos Arturo y yo aquel invierno en lo oscuro de mi portal antes de despedirnos, él, salvando la barrera de mis tejanos ajustados llegó con el extremo de sus dedos a la húmeda fronda de mi pubis y empezó a hurgar, separar y escudriñar y desencadenó, tan inesperada como un relámpago, aquella descarga que me recorrió como un rayo que hubiera impactado justo ahí, donde hacemos pipí, y me recorrió las piernas como lenguas eléctricas, y me llegó a lo alto del cerebro y lo vi todo amarillo por un momento y creí que me iba a ahogar y que me caería al suelo si Arturo me soltaba y todo en un segundo largo y rápido como una culebra; pues, aquella noche, mientras subía los dos pisos de mi casa abrumada y jadeante aún, mi mente probadamente lógica, se dio de morros con el siguiente básico y nítido razonamiento: Eso que he sentido, y que no había sentido nunca (es absolutamente nuevo y distinto y me encanta, que se repita), “eso” me lo ha producido él, pero no me lo ha producido con algo propio de los hombres distinto a lo que tenemos las mujeres, no, me lo ha producido con la mano y yo ¡también tengo mano!

* * *

Cuando conocí a Alfredo yo tenía veinte años y llevaba tres practicando aplicadamente todo lo que decía La Revolución Sexual de Wilhelm Reich (tenía una fotocopia de la prohibida edición de Ruedo Ibérico), con todas sus etapas: que si el juego erótico previo, que si la cópula, que si el orgasmo simultáneo o consecutivo.... Como mis partener, mi novio y algún que otro espontáneo, eran de mi edad, más o menos, y tan inexpertos como yo, la cosa había ido razonablemente bien; poníamos en práctica lo del libro y todo lo que íbamos oyendo aquí y allá y nadie se deprimía si la cosa no salía estupendamente; cuesta creerlo pero, ni yo ni ellos habíamos oído hablar de que el hombre tiene que ser activo y la mujer pasiva y todo ese sagrado protocolo destinado a preservar la vanidad masculina (ventajas de haber crecido en un mundo donde la palabra sexo era pecado y sólo aludía a una turbia nebulosa nunca concretada).

Alfredo era un militante del clandestino PSUC, un conquistador famoso y además, muy viejo (tenía por lo menos treinta años): lo más erótico y trasgresor que podía pedir una veinteañera de faldas largas, zuecos y jerseys hechos a mano recién salida del cascarón. La primera vez que quedamos yo, conociendo su fama de don Juan, temí no estar a la altura con mis pocos y patosos conocimientos reichianos y decidí hacer una exhibición completa de habilidades. Empecé haciéndome una paja: en cuanto llegamos a su casa me tumbé sobre él en su sofá (cubierto por una jarapa granadina) (aún estábamos vestidos) y empecé a restregarme contra él concienzudamente, de forma que mi pubis quedaba a la altura de su abultada bragueta, hasta que me corrí estrepitosamente, entonces me apeé y, sin darle tiempo a nada, le liberé el pájaro y me lo comí convencida de que aquello era lo menos que le hacían sus otras amantes, sin duda todas mayores que yo y más emancipadas pero, ante mi sorpresa, la pequeña ave cabezona empezó a menguar, pasó de gorrión a pichoncito.

Levanté la cabeza desconcertada y vi que no solo el apéndice se había encogido, todo el animal parecía de una talla menos y me miraba como intimidado, sólo murmuró, en un evidente intento por recuperar el control de la situación: no me esperaba esto.

* * *

Antes de salir de los setenta y entrar en los ochenta, antes de que el sexo se complicara con el amor y el amor se complicaría con la convivencia y la convivencia se complicara con la maternidad/paternidad, es decir antes de conocer al hombre con el que me aventuraría a vivir y a tener un hijo luego y a separarme más tarde, y a todas esas cosas que hacen los mayores, pues, poco antes tuve un afer amoroso con dos hombres a la vez.

Uno era un judío californiano de Berkeley que estaba haciendo un intercambio en mi facultad. Me gustaba mucho; era muy alto, tenía los ojos más azules que había visto y una voz grave para decir su imperfecto castellano que me encantaba, además, podía mantener con él sorprendentes conversaciones sobre el siglo dieciséis español, ¡el del imperio!; era un yanqui de izquierdas, no se podía pedir más. Pero en la cama....El primer día que nos acostamos juntos fue toda una revelación. El decía que en Barcelona hacía mucho frío (en Los Angeles, ya se sabe); cuando acabó de quitarse todas sus capas de ropa (camisetas, jerséis, un chaleco acolchado y un tabardo marinero) su antes corpulento tórax, acorde con su estatura, quedó reducido a una tabla rasa, blanquita y lisita como una piruleta; su pene largo y estrecho también parecía un pirulí chupao y se quedaba levantado en posición vertical (no horizontal) tan pegado a la barriga como un freno de manos encasquillado y ponía las cosas bastante difíciles para el asunto del coito, además, no sabía hacer nada más, era aburrido, egoísta e ignorante como una criatura, el amante más desinformado sobre el cuerpo de las mujeres que había tenido (que ya era decir).

El otro era un escultor nacional, guapo y simpático pero con el que no tenía apenas conversación, no me atraía, me caía bien y me venía detrás, pero no me producía la menor emoción, me parecía buena persona, que es una opinión, ya se sabe, bastante poco excitante....hasta que me ponía la mano encima, entonces, por poco atractivo, por poco interesante, por poco todo que yo lo encontrara, mi cuerpo no opinaba lo mismo, la piel se apuntaba con un entusiasmos que me dejaba desorientada. Con él entendí el significado de expresiones como “labios sensuales”, “manos sabias”, descubrí que mi espalda, en la que nunca había reparado salvo cuando se me quemaba en verano, estaba hecha para ser paseada por delicados dedos caminadores, que el lugar donde más me gustaba que me besaran (y descubrí que me gustaba que me besaran en un número increíble de lugares) era la cintura y que los dedos de mis pies tenían unas yemitas que si las lamían enviaban señales eléctricas directamente al pubis.

Yo era muy joven, me había desprendido de la moral de mis padres pero seguía adscrita a ciertos principios básicos según los cuales aquella situación era inaceptable. De haber podido, hubiera hecho con los dos un novio perfecto pero como no podía, hice lo único que estaba entonces a mi alcance: me enamoré de un tercero.

Pero esa historia pertenece ya a otra década.

 

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