MUJERES,
MONOMARENTALIDAD, CONDICIONES VITALES Y SALUD
<Maria
del Mar González, Irene Jiménez, Breatriz Morgado>
Las
mujeres responsables de hogares y sus familias han
sufrido históricamente un proceso de exclusión que
las ha apartado a los márgenes de la sociedad, y que empezó
en el campo de lo más simbólico. Se las excluyó
en primer lugar privándolas de nombre. Lo que no tiene nombre
no tiene entidad, no existe. Una familia de madre sola era una familia
“rota”, “desestructurada”, “disociada”,
“incompleta”, o “deficitaria”, denominaciones
estigmatizadoras que aún figuran en no pocos impresos oficiales
de nuestra sociedad. En este sentido, su denominación como
“familias monoparentales”, acuñada desde la sociología
feminista, pretendió dotarlas de entidad, dignidad y reconocimiento.
Pero, puesto que el término “monoparental” oculta
que la inmensa mayoría de las familias de un único
progenitor están encabezadas por mujeres, ha comenzado a
hablarse de familias “monomarentales”, para reafirmar
el rostro femenino de éstas.
A juicio de
nuestro equipo, nuestra sociedad ha ninguneado y desestimado las
necesidades de estas mujeres y sus familias, posiblemente porque
en estas familias no había “varón”, que
es a quien nuestra sociedad tradicionalmente ha reservado la consideración
de “cabeza de familia”, o sea, de representante reconocido.
Por esta misma razón, las familias monomarentales encabezadas
por mujeres son todavía grandes desconocidas en nuestra sociedad,
a pesar de que constituyen ya en torno al 10% de los hogares con
hijos e hijas menores de 18 años. Son, de hecho, el tipo
de hogar que más se ha incrementado en los últimos
años: en la década de los 80 subieron un 42% y tenemos
razones para pensar que en la década que acaba de concluir
su incremento ha podido ser incluso mayor, puesto que la tasa de
divorcio
ha seguido subiendo a lo largo de estos años.
A pesar de
su volumen, no ha sido hasta momentos muy recientes que han comenzado
a aparecer en nuestro país algunas publicaciones específicas
en torno a ellas, o que aparecen contempladas en los textos psicológicos
o sociológicos acerca de los sistemas familiares.
Esta ausencia en la literatura contrastaba con su presencia evidente
en los dispositivos de Servicios Sociales, de Atención a
Mujeres o de Salud, que tenían amplia constancia de su presencia
entre los colectivos con más riesgo de sufrir condiciones
de exclusión social y problemas de salud. Esta comunicación
pretende unir el mundo de la investigación y de la intervención,
aportar información y reflexiones acerca de las familias
de madre sola que puedan ser de utilidad a quienes han de tomar
decisiones relacionadas con la intervención con este colectivo.
¿CUÁLES SON LAS CONDICIONES DE VIDA DE ESTAS
FAMILIAS?
Antes de adentrarnos
en las condiciones vitales de estas madres, unas palabras para hacer
referencia a las características personales de las mujeres
responsables de hogares. En cuanto a su estado civil, según
los datos del censo anterior al que en estos momentos se está
procesando, la mayoría de estas familias está encabezada
por una madre separada o divorciada (un 52,1%), al tiempo que un
26,62% están bajo la responsabilidad de una madre viuda y
un 21,3% tiene como responsable a una madre soltera (Fernández
y Tobío, 1999). Su distribución por niveles de estudio
es muy parecida a la del conjunto general de mujeres: el 53,8% tiene
estudios primarios, un 37,6%, estudios secundarios y un 8,2%, estudios
universitarios.
La situación
actual de muchas de estas familias en España debe ser calificada,
como mínimo, de preocupante. Comenzando por su
índice de autonomía, que es ligeramente
menor del 60%. O, lo que es lo mismo, algo más del 40% de
las familias bajo la responsabilidad de mujeres ni siquiera consigue
poder vivir en un hogar propio, sino que depende de otros familiares.
La situación es particularmente difícil cuando de
madres solteras se trata: sólo un 28% de ellas consigue vivir
de modo autónomo. O, lo que es lo mismo, un 72% de las madres
solteras de este país han de vivir con sus criaturas bajo
el paraguas de otros familiares o de instituciones porque no disponen
de recursos para hacerlo de modo independiente (Fernández
y Tobío, 1999).
Por lo que respecta
al empleo, de acuerdo
con la Encuesta de Población Activa, el 75,6% de las madres
solas está en condiciones de actividad. Como quiera que este
índice incluye tanto a las empleadas como a las paradas,
es preciso retener el dato de que únicamente el 56,8% de
ellas desarrollan una actividad remunerada y reglada. Dado que la
Encuesta de Población Activa recoge únicamente los
datos de las familias que viven de modo independiente, la situación
global probablemente sea bastante más preocupante, porque
muy posiblemente sea la ausencia de un empleo remunerado y reglado
una de las razones principales que conducen a un 40% de estas familias
a tener que vivir dependiendo de otros familiares. Una mirada rápida
a la diversidad dentro del colectivo nos permite apreciar que la
situación más difícil en cuanto al empleo la
tienen las madres solas con menos estudios (sólo está
activo el 53% de las que tienen estudios primarios, frente al 89,3%
de las de estudios universitarios) y más edad (un 67,3% de
actividad entre las de más de 40 años, frente a un
85,1% de las de menos de edad).
Los datos de
un estudio que nuestro equipo ha desarrollado en Sevilla, Asturias,
Barcelona y Tenerife, con una muestra total de 235 familias monomarentales,
nos indican que los conceptos de actividad o inactividad laboral
resultan poco apropiados para describir la situación de este
colectivo, puesto que, de acuerdo con nuestros datos, la inmensa
mayoría de las madres responsables de estas familias están
desarrollando alguna actividad remunerada. Lo que ocurre es que
con frecuencia ésta se lleva a cabo en condiciones precarias.
Así, un 25,.5% de las madres solas de nuestra muestra están
trabajando sin contrato, habitualmente por horas, con lo que ellas
y sus familias tienen ingresos irregulares y carecen de la más
mínima protección social. A juicio de nuestro equipo
de investigación, esta precariedad laboral no es casual,
sino que muchas madres solas se ven abocadas a ella, de una parte
debido a su escasa formación y experiencia laboral y, de
otra, debido a su necesidad de conciliar responsabilidades familiares
y laborales: puesto que el mercado regulado les ofrece un empleo
con gran rigidez horaria, acaban yéndose al trabajo desreglado
cuyo horario pueden adaptar a sus necesidades familiares (Morgado,
González y Jiménez, 2001).
Si los datos
expuestos hasta ahora nos llenan de preocupación, mirar al
interior de la economía
de estas familias, de los recursos con los que han de salir adelante,
nos confirma las peores de nuestras impresiones. Si analizamos los
datos nada sospechosos de la Encuesta de Presupuestos Familiares
(EPF) de 1991, nos encontramos con que la tasa de pobreza del total
de hogares en España se encuentra situada en el 14,4%. Cuando
se extrae este mismo índice para el colectivo que nos ocupa,
nos encontramos con que el 33,6% de las familias monomarentales
se encuentra bajo el umbral de la pobreza en España. Otro
modo de expresarlo consigue que tomemos conciencia de la rotundidad
de este dato: una de cada tres familias de madre sola en España
es pobre. Ello implica que no sólo son pobres las madres,
sino que también sus hijos e hijas se encuentran en esta
situación de precariedad económica, como ha puesto
de manifiesto recientemente el Comité español de UNICEF:
la pobreza en los niños y niñas que viven en familias
monomarentales triplica en porcentaje la de aquellos que viven en
hogares biparentales, además de haber incrementado sustancialmente:
de un 25% en 1980 a un 40% en 1990. (Cantó y Mercader, 2000).
La investigación
desarrollada por nuestro propio equipo confirma las precarias condiciones
en que se encuentran estas familias. Preguntadas las madres por
la suficiencia o no de los ingresos con que contaban, el 70% de
ellas nos dijo que sus ingresos no les permitían cubrir las
necesidades. A este dato hay que añadir otro que se nos antoja
particularmente doloroso: el 60 % de las ex–parejas, o bien
no pagaban la pensión, o bien pagaban menos de lo acordado.
Por tanto, no podemos por menos que decir que un conjunto escandalosamente
amplio de padres está propiciando el empobrecimiento de sus
propios hijos o hijas (Jiménez, Morgado y González,
2001).
Una pincelada
acerca del tiempo de
que disponen estas madres para sí mismas nos informa de que
estas madres no sólo son pobres en lo económico, sino
que también son míseras en lo temporal: el 46% de
las madres solas de nuestro estudio nos dijo que no disponía
nunca de un poco de tiempo para sí mismas. Un 6% lo conseguía
al menos una vez al mes, frente a un 24% que disponía de
él al menos semanalmente y otro 24% que lo conseguía
diariamente. Aún entre las que conseguían disponer
diariamente de un poco de tiempo para si mismas, era frecuente encontrar
que consideraban como tal el tiempo que les quedaba cuando ya hijos
e hijas estaban acostados, o, en el caso de las separadas, justo
el rato en que el padre se veía con sus hijos e hijas (González,
2001).
No
es difícil imaginar que las condiciones de vida que hemos
ido describiendo no hacen precisamente fácil la vida de estas
mujeres que son responsables en solitario de sus hogares. Es por
tanto sencillo aventurar que estas circunstancias llenan de tensión
su vida y previsiblemente tienen consecuencias para su salud mental.
Nuestros datos lo confirman. Efectivamente, el estudio que realizamos
demostró que, a lo largo del tiempo de monomarentalidad,
un porcentaje dolorosamente alto de las madres estudiadas (un 75%)
referían haber padecido problemas de salud mental (ansiedad,
alteraciones del sueño, de la alimentación, labilidad
emocional, depresión, etc.).
De entre
ellas, era significativamente más probable que hubiesen sufrido
este tipo de alteraciones quienes no desarrollaban una actividad
laboral al inicio de la monomarentalidad que las que sí lo
hacían, como puede observarse en el gráfico
1.
Cuando
se efectuaban análisis con un poco más de detalle
acerca de los tipos de alteraciones emocionales que habían
padecido las mujeres responsables de hogares, nos encontramos con
que era más probable que hubieran pasado por estados depresivos
aquellas que no contaban con empleo al inicio de que la monomarentalidad
que las que sí desarrollaban una actividad laboral remunerada
cuando pesaron a encabezar hogares monomarentales.
(Gráfico 2).
Por tanto, parece poder deducirse que facilitar las condiciones
de tránsito a la monomarentalidad contribuye a hacer menos
probables las alteraciones de salud en las mujeres responsables
en solitario de sus hogares.

REFLEXIONES FINALES
Estos
datos que hemos expuesto requieren de algunos comentarios y reflexiones
que se nos antojan imprescindibles para terminar de dibujar un cuadro
acertado: aunque la familias monomarentales españolas se
ven envueltas en situaciones más precarias que el resto de
las familias, no es la monomarentalidad en sí la causante
de estos procesos. A nuestro juicio, coincidiendo con las tesis
mantenidas por Peemans-Poullet (1990), entendemos que la situación
de monomarentalidad hace evidente la pobreza endémica de
recursos y la miseria de tiempos que padecen las mujeres de nuestra
sociedad, que se ve ocultada por el emparejamiento, al tiempo que
alentada por él. En contra de lo que se ha mantenido desde
determinadas posturas ideológicas, para bastantes mujeres
el emparejamiento dentro de un contexto patriarcal no es garantía
de riqueza, sino frecuentemente de empobrecimiento personal, en
tanto que entierran en la pareja su capital de partida, que no sólo
no se incrementa, sino que se merma en tanto que no se actualiza
ni se adapta a las nuevas necesidades.
Abundando en
la misma idea, las familias monomarentales bajo la responsabilidad
de madres con estudios universitarios no parecen sufrir dificultades
especiales para acceder al empleo. Sus tasas de actividad, las más
altas dentro del colectivo de madres solas, están muy próximas
a las de los padres solos, e incluso por encima de la tasa de los
responsables de hogares no monoparentales. Parece claro que lo que
diferencia a este subconjunto minoritario de madres de la mayoría
restante es disponer de recursos de partida que les permiten ser
autónomas. La transición a la monomarentalidad es
más sencilla en aquellos casos en que las madres ya contaban
de partida tanto con ingresos económicos regulares, como
con recursos personales para salir adelante. Por tanto, parece claro
que una parte de los esfuerzos de las administraciones públicas
debe ir dirigido a cambiar algunos de los elementos de la educación
tradicional de las mujeres en nuestra sociedad. Entendemos que las
mujeres deben ser educadas para la autonomía y no para la
dependencia; y no nos referimos únicamente a la económica,
que es crucial, sino también a la emocional, a la capacidad
para vivir solas sin sentir desolación, como dice Marcela
Lagarde (1999).
Volviendo nuestros
ojos a los datos de otros estados de nuestro entorno, en países
como Finlandia, Suecia o Dinamarca, entre los hogares monomarentales
existe un porcentaje menor de pobreza que en el promedio nacional
de hogares. Por tanto, en estos países, formar parte de familias
monomarentales supone asumir un riesgo menor de padecer situaciones
de exclusión social y, muy posiblemente, de padecer problemas
de salud.
No creemos que
esto sea precisamente casual, dado que en ellos, como en otros países
europeos, existen medidas específicas de apoyo a las familias
monomarentales de las que carecemos en nuestro país, como
ha desvelado un informe del Parlamento Europeo (1996). Estamos hablando
de medidas como el adelanto de pensiones de alimentos en caso de
impago, el desarrollo de programas específicos de promoción
de empleo o la prioridad en el acceso a guarderías. Las políticas
familiares en España están caracterizadas generalmente
por su precariedad, y en este ámbito concreto por su ausencia
casi absoluta. Por tanto, entendemos que nuestras instituciones
públicas deben asumir su responsabilidad ineludible en la
modificación de las circunstancias que conducen a un alto
porcentaje de madres solas y sus familias a condiciones precarias
como las que hemos descrito, así como a padecer problemas
emocionales. Entendemos, en definitiva, que sólo con la corresponsabilización
pública podrá garantizarse que tanto estas mujeres
como sus hijos e hijas disfruten realmente de
condiciones de vida que favorezcan su bienestar físico y
emocional así como el acceso al conjunto de privilegios a
que da derecho la ciudadanía plena.
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María del Mar González Rodríguez (2000).
Monomarentalidad y exclusión social en España. Iniciativa
Comunitaria Integra, Proyecto RENOVA. Ayuntamiento de Savilla, Area
de Economía y Empleo.
*
Puede conseguirse gratis solicitándolo en la siguiente dirección:
Ayuntamiento de Sevilla. Área de Economía y Empleo.
Pabellón Real. P/ de América s/n. Sevilla. [email protected]
Maria
del Mar González, Irene Jiménez, Beatriz Morado
Dto. Psicología Evolutiva y de la Educación. Universidad
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y de la Educación. Universidad de Sevilla.
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