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LOS PREJUICIOS DE GÉNERO EN LAS RELACIONES ENTRE LOS SEXOS

<Claudia Truzzoli>


Claudia Truzzoli

A lo largo de la historia los conceptos que definen tanto la feminidad como la masculinidad han ido cambiando, lo que nos habla del carácter histórico de estas construcciones sociales que informan acerca de lo permitido y lo prohibido a la conducta y al ser del hombre y de la mujer para responder a un ideal de género. Esas construcciones pretenden apoyar su legitimidad en criterios a-históricos y esencialistas, que petrifican la experiencia de muchas generaciones anteriores, diciendo por ejemplo, “siempre ha sido así”, “los hombres son de esta manera”, “las mujeres de esta otra”, ocultando que en realidad están construyendo las realidades que creen describir, en concordancia con un criterio ideológico que intenta hacerlas pasar por el orden de lo natural, de una supuesta “esencia” del ser.

El sujeto humano viene al mundo precedido de un universo simbólico que le dice lo que es ser un hombre y una mujer, a través de un sistema de representaciones que varían para cada cultura y que definen y dan significación a la diferencia de los sexos. El sistema de género es una compleja red de prescripciones que informa de las cualidades y atributos que se esperan de un hombre y de una mujer y también indica las prohibiciones acerca de lo que no deben ser o hacer un hombre y una mujer para ser reconocidos como tales por la sociedad de la que forman parte si quieren seguir siendo reconocidos como tales.
Por otra parte nuestro cuerpo es un cuerpo erógeno que responde a una determinada manera de gozar que deja marcas, marcas de goce, que también orientan a cada persona a desear cierto sexo y no otro, a identificarse con un género determinado a costa de renunciar al otro, aunque esa renuncia nunca sea total, dado que cada persona retendrá en su ser identificaciones que corresponderán al género contrario y deseos que también la orientan al mismo sexo, aunque no los lleve a la práctica.
Que se sienta un hombre o una mujer no le será facilitado por su sexo anatómico, en el sentido de que la biología determinara por sí misma la adscripción a un género determinado ni la orientación sexual por el sexo contrario.

La anatomía no es suficiente ni es garantía de que un hombre o una mujer se sientan tales, porque la realidad sexual de cada persona se construye como resultado de la interacción dialéctica entre los efectos de una ideología social dominante que a través del sistema de género define de manera rígida lo masculino y lo femenino, por una parte, y la manera particular que la erogeneidad del cuerpo de cada sujeto le hace reconocerse en un goce que sexualmente lo incluirá como hombre o como mujer.

Las mujeres aún siguen siendo consideradas las depositarias míticas del sostén de las necesidades afectivas de la familia, del cuidado del hogar, de la pareja y de los hijos. Cualquier ambición que las impulse fuera de este ámbito privado la expone a prejuicios que le generan culpa por apartarse de un ideal de género que está aún jugando con fuerza sus presiones para apartar a las mujeres del ámbito público o para obstaculizarlas en su andadura en ese sector. Algunas frases dan cuenta de estos obstáculos:“no te quedaste a la cena que organizó el jefe”, “más que madre pareces una madrastra”, “tienes tu casa hecha una pocilga”, “no eres lo suficientemente complaciente con tu marido”, “se te olvidó comprar el regalo para la fiesta de colegio del niño”. Si todos estas funciones fuesen compartidas, no como un favor que el compañero haría a su mujer, sino como una obligación que lo haría a un hombre tan responsable de adoptar una ética del cuidado tanto personal como interpersonal, estos reproches no tendrían ningún sentido.

Las cosas se complican aún más cuando estas frases la cuestionan como mujer, haciendo aparecer un sentimiento de culpa por no ser como “las demás mujeres”, o sea, como aquellas a las que de manera subliminal se las compara cuando se expresan las frases acusatorias y culpabilizadoras mencionadas más arriba.

Cuanto más tradicionales son los hombres, más temen el crecimiento de las mujeres en términos de paridad. Su tendencia a esperar de sus mujeres una conducta maternal hace que se comporten con ellas más como niños malcriados que no ponen límites a sus exigencias que como compañeros que deberían sostenerse y apoyarse mutuamente buscando la manera de satisfacer los deseos de ambos. Las coacciones de género que soportan desde muy pequeños marcan su sexualidad acentuando características que los impulsan al dominio, a la posesión, a la búsqueda de poder a través del dinero, del éxito, de la promiscuidad a la que los empuja un prejuicio acerca de la hipersexualidad que supuestamente deberían lucir como un emblema que los prestigia al confirmar su virilidad. Todo hombre promiscuo es celoso, no sólo por proyección en el otro de sus propias conductas, sino por la lógica que sostiene el falicismo. Si todo hombre tiene que tener muchas aventuras para ganar prestigio frente a sus pares, y al mismo tiempo, la relación entre hombres está marcada por la rivalidad, acceder a una mujer que se considera de otro hombre, es un equivalente del triunfo sobre un rival odiado, incluso de su posesión homosexual. Los vencedores de las guerras, saben que la violación de las mujeres de los vencidos es una manera más de humillar a sus hombres.

Esta lógica fálica es la responsable del maltrato y aún del asesinato de mujeres cuando los hombres son abandonados por ellas. No es casual que se produzcan después de una separación o cuando se sienten amenazados de ser abandonados. La humillación social a la que se expone un hombre que funciona sometido a esta lógica frente a sus pares masculinos le lleva a sentir que sólo con la muerte de su compañera logrará recuperar su dominio sobre ella y su prestigio frente a otros hombres. Lo que se silencia es que siente que sólo a través de ese asesinato logrará recuperarse de la dependencia patológica que tenía con ella. Para nuestra cultura, la sexualidad masculinaaparece asociada al dominio, quedando en estado latente aunque siempre presente la posibilidad del placer obtenido por la pasividad, la dependencia y el sometimiento, la vulnerabilidad, como asimismo en la mujer, la posibilidad de gozar con la actividad, con la independencia, el dominio, la fuerza. Pero si nuestra cultura insiste en polarizar dichas tendencias asociándolas exclusivamente a un género determinado, el peligro de aquellas tendencias que se disocian para responder a un ideal de género –tanto masculino como femenino-amenazan constantemente con volver a aparecer en la subjetividad de quien las rechaza.

Eso puede dar lugar a una masculinidad misógina, defensiva, violenta, a actitudes homofóbicas, dado que en un intento de erradicar de sí todo lo que se considera femenino, acentúan los rasgos de una supuesta virilidad ideal que paradójicamente los lleva a despreciar a las mujeres y a los homosexuales varones, sin percatarse de que esos mismos sentimientos los acercan a ellos mucho más de lo que creen. Entre un varón misógino que busca a las mujeres sexualmente pero no le gustan como personas y un homosexual misógino que siente repugnancia sexual por las mujeres y tampoco le gustan como personas, no hay una gran diferencia. Pero para no introducir un prejuicio más que afecte a las relaciones entre los sexos, es necesario decir que no todos los varones enmarcados en la heterosexualidad son misóginos, ni tampoco todos los homosexuales lo son. Pero la masculinidad exacerbada sí lo es y mantiene una relación conflictiva no resuelta con la feminidad y con la homosexualidad. Por tanto, no todo es lo que parece y hay que tener en cuenta que la realidad sexual de cada persona es un complejo de deseos donde las prácticas sexuales sirven al teatro de las apariencias pero que no nos dicen nada seguro con respecto al deseo de las personas que las ejecutan.

Otro de los prejuicios que afectan a la sexualidad masculina es el deber de saber todo sobre el sexo, porque se supone que tiene que ser iniciador. En estas condiciones, debe esconderse la ignorancia que se manifiesta de muchos modos, por ejemplo, en la fantasía de que las mujeres tienen una emisión seminal semejante a la de ellos, es un ejemplo de cómo se construye una mujer imaginaria sobre la base de la representación especular de sí mismo. Lo que los varones llaman un “saber sobre mujeres”, es un saber sobre las manipulaciones seductoras para lo que en otros tiempos se llamaba el requiebro, pero no es un saber sobre sus diferencias, deseos ni apetencias.
La predisposición al deseo, el estar siempre listo, y la capacidad para mantener la erección hasta que se logre el orgasmo femenino, es un imperativo social para los hombres.

Sin embargo, esta relación entre erección y orgasmo femenino, es una relación imaginaria que no convalida la experiencia y es la causante de que muchos hombres maduros se retraigan de todo contacto sexual por tener problemas de erección. Si en cambio, se considerase una posibilidad de actuar de acuerdo a los deseos y no movidos por el afán de quedar bien, sería posible disfrutar de una sexualidad más placentera porque las vías de obtención del placer serían más amplias y no condicionadas por los mitos que sostienen como debe ser esa relación. Tal vez así sería posible que un síntoma como la eyaculación precoz fuera menos frecuente, dado que ésta no deja de ser un síntoma de una relación conflictiva con las mujeres. Las presuntas causas de orden neurológico, quedan desmentidas cuando se comprueba que los que eyaculan precozmente no tienen ningún problema en controlar la emisión de esperma cuando se masturban.
Los varones hablan poco de su sexualidad, si se entiende por hablar no la jactancia exhibicionista, que tiene mucho de inflación y de mentira, sino una comunicación verdadera que exprese sensaciones y sentimientos íntimos. Y sobre todo, que exprese insatisfacción. La sensación de deber cumplido oscurece el malestar que puedan haber tenido en una relación sexual.

La fijación a la madre es otra de las razones que alimentan la promiscuidad porque los expone a una mayor insatisfacción en las relaciones con las otras mujeres que no son ella. Además siendo promiscuos se protegen a sí mismos de una posible pérdida. Otra de las maneras de protegerse es la tan clásica relación con dos mujeres. La del amor, a la que dirigen la ternura, una mujer que admiran y respetan, la que representa un ideal, pero con la que sufren de impotencia o de una potencia disminuida. Paralelamente su deseo erótico se acrecienta con otra mujer, que en otros tiempos era socialmente despreciada, pero que sin llegar en la actualidad hasta ese punto, basta con que sus
recursos –tanto sociales, como económicos o educativos- la coloquen en una situación de inferioridad con ellos o al menos, que dependa de ellos en algún sentido. Eso les permite desplegar su potencia. Esto funciona como un subtexto aún en aquellos hombres posmodernos que están de acuerdo con la igualdad entre los sexos. En la película que protagonizó Sergi López, “El cielo abierto”, puede verse bien esta problemática. Una cosa es la ideología consciente y otra cosa es la erogeneidad del cuerpo que aún sigue respondiendo a patrones de excitación más arcaicos.

El coste subjetivo de haber sido socializado para dominar consiste en una penosa dependencia narcisista de la imagen masculina ideal que cree que debe encarnar, lo que lo expone al derrumbe psicológico cuando no puede hacerlo. En realidad, nadie puede pero todo hombre está sujeto a la imagen fantasmática de otro hombre que podría más que él y frente al cual se siente disminuido. La envidia del pene en realidad es masculina, no femenina. La famosa cuestión de la medida... El varón tiene que aprender a vivir la sexualidad con el cuerpo no sólo como una alianza entre pene y cerebro, en ese orden. Pero para poder vivirla con el cuerpo, tiene que perder el miedo a sus aspectos pasivos, a la ternura, a perder potencia. En cierta manera, eso no quiere decir feminizar, sino hacer un aprendizaje de la incompletud que afecta a ambos sexos –en lo que las mujeres estamos más entrenadas-, incompletud que una cultura falicista como la nuestra se empeña en negar para los varones, como si eso fuese una cuestión que afectara sólo a las mujeres.

Claudia Truzzoli
Psicóloga y psicoanalista. ([email protected])

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