El cuidado y la vejez. Reflexiones sobre la pandemia

Una de las cuestiones que han venido preocupando al sistema sanitario público en los últimos años es la separación entre la práctica médica y la práctica asistencial. La primera se realiza en los hospitales, mientras la segunda tiene lugar en los domicilios, en las residencias geriátricas o en cualquier otra institución no incluida entre las organizaciones sanitarias. A esa separación se atribuye en parte el desconcierto, el caos y las malas prácticas que se produjeron en un número considerable de residencias geriátricas en los meses más duros de la pandemia. Mientras la sociedad se preguntaba si era legítimo restringir las libertades y tener a las personas confinadas en su hogar para evitar contagios, en las residencias de ancianos las medidas se extremaron mucho más: aislamiento total en el recinto reducido de la propia habitación, prohibición de visitas y privación de asistencia médica. Las residencias –fue la primera excusa- no son centros médicos, sino asistenciales. Los hospitales estaban saturados y había que racionar los ingresos. Que finalmente fueran las personas mayores las más golpeadas por la pandemia y el número de fallecimientos creciera de forma exponencial en las residencias fue la consecuencia lógica de una situación que revelaba carencias y deficiencias estructurales que habían pasado desapercibidas o no se quisieron percibir con anterioridad. 

Ante esta realidad, lo inteligente no es lamentarse, sino pensar y discutir qué habría que hacer para que lo ocurrido no volviera a repetirse. Cierto que las personas que residían en geriátricos eran las más frágiles y las que tenían más números para ser atacadas por el virus; cierto también que, cuando el sistema se colapsa, seleccionar pacientes es indispensable, si bien nunca esa medida puede imponerse desde decisiones ajenas a la voluntad de los individuos. Lo cual es terriblemente complejo y difícil de aplicar en el agobio de la pandemia. Pero eso es actuar bien y todo lo demás excusas para no hacerlo. Se hizo lo que se hizo y se hizo mal, por lo que ahora se impone reflexionar y corregir las malas prácticas y, en especial, las causas que han llevado a ellas. 

A mi juicio, el foco habría que ponerlo en el hecho mencionado al principio de que la práctica asistencial y la sanitaria, el curar y el cuidar, ya no son dos actividades que puedan discurrir por separado. El célebre informe del Hastings Centre, Los fines de la medicina,  lo ponía de relieve hace veinticinco años. Decía que, además de curar, uno de los fines de la medicina es cuidar a los que no tienen curación. El crecimiento de la esperanza de vida ha hecho que aumenten los pacientes crónicos, pacientes que ya no pueden ser curados, pero requieren cuidados debido a las disfunciones derivadas de las patologías que padecen. Las personas ancianas, cuando son dependientes, necesitan cuidadoras o cuidadores, pero también atención médica. 

Dicha realidad que apunta a una convergencia de las funciones de los distintos profesionales de la sanidad y de la enfermería choca con una especialización médica creciente que hace difícil la convergencia de funciones. Por eso importa dar relevancia al médico de familia, ese antiguo médico de cabecera que es el único capaz de atender a la totalidad de las dolencias del paciente. Tanto las dolencias por enfermedad, como las que derivan de la desatención, el descuido, la falta de compañía, etc. 

No tengo datos ni seguramente es éste el lugar para detallar las deficiencias que han aflorado durante la pandemia en las residencias de ancianos. Dos cosas están claras y no hace falta aportar muchos números para probarlo. Hay pocas instalaciones públicas destinadas a las personas mayores con necesidades especiales, mientras que las instituciones privadas han atendido más al afán de lucro que al servicio que estaban realizando. No hay que generalizar y es injusto demonizar lo privado y ensalzar lo público sin más matices. Me consta que ha habido residencias privadas, mayormente en zonas rurales, que han funcionado perfectamente, han sabido evitar contagios sin que ello significara un trato inhumano a los residentes. Pero han sido casos excepcionales. 

La reclusión de las personas, dependientes o discapacitadas, en centros destinados a su protección, recuperación o aislamiento del resto de los mortales, cuenta con nombres ilustres que han desarrollado críticas radicales al sistema. Basta citar a Michel Foucault o a Erwing Goffman quien llamó a instituciones como las cárceles, los asilos, los cuarteles, los manicomios, también las nursing homes, “instituciones totales”, una pareja de conceptos que alude a la represión y a la dominación como instrumentos de sometimiento y orden. 

No hace falta ir tan lejos, pero sí es urgente repensar cuál es el mejor tratamiento que merecen los mayores cuando necesitan una asistencia y una protección que va más allá de las posibilidades que sus más allegados pueden proporcionarles. Seguramente no hay un modelo residencial óptimo, pero hay una opción que se menciona reiteradamente cuando se cuestionan las instituciones existentes por impropias.  La mejor residencia, la mejor forma de acogida a las personas que no pueden valerse por sí mismas, que se encuentran inseguras y solicitan algún tipo de cuidado, es aquella más similar a la propia casa, la que difiere menos de lo que entendemos por “hogar”. 

Nadie se siente feliz ante la perspectiva de pasar la última etapa de su vida en una residencia de ancianos. Los que optan por esa solución voluntariamente son los que pueden permitirse escoger modelos como los assisted living o las green houses, lo más parecido a vivir en un apartamento propio, con las libertades y comodidades que conlleva. Es una solución de lujo, cara, que sólo es accesible a las rentas altas. Pero hay que retener por qué eso gusta más que cualquier otra cosa. Gusta porque lo que todos deseamos es envejecer en casa o “como en casa”. Ese debiera ser el objetivo de las administraciones y de los individuos al intentar encontrar respuesta a la pregunta que antes planteaba: ¿cuál es la asistencia más adecuada que hay que dar a las personas que necesitan ayuda?

Aprender de la pandemia es, por lo pronto, incentivar respuestas como esta. Los cuidados paliativos en el hogar se están demostrando como los más adecuados para atender a las personas cuando la única opción que hay que atender es paliar el sufrimiento. Más allá de esos cuidados, hay que plantearse si la posibilidad de desarrollar la atención a la dependencia física o psíquica en el hogar es viable y más satisfactoria que lo que ahora tenemos. Si todas esas personas contagiadas por la covid, que no pudieron ser hospitalizadas en su momento por las razones que conocemos, hubieran podido tener por lo menos a sus familiares al lado, no nos reprocharíamos ahora los despropósitos que se produjeron. 

Victoria Camps

Filósofa. Catedrática emérita de la Universidad de Barcelona