Ser abuela, algo más que tener o no tener niet@s
Una genealogía de abuelas libres
Los tiempos han cambiado. Una buena parte de las mujeres mayores de hoy, sean o no abuelas, responden a un modelo complejo y diverso y, sobre todo, gestionan su vida cotidiana con eficiencia y libertad. Disponen de recursos intelectuales, económicos, emocionales y políticos de los que carecieron sus madres, son veteranas interesantes, críticas, lúcidas. No se parecen al modelo de vieja que alojamos en la parte de atrás de nuestro cerebro. Hemos mejorado en imagen, en glamour, pero sobre todo en capacidad para tomar las riendas de nuestra vida, nuestra economía y nuestra sexualidad, por ejemplo. A estas alturas del siglo XXI disponemos ya de un plantel de mujeres que muestran posibles y variadas trayectorias y presencias. En lo público, en lo cultural, en lo privado. Mujeres de todos los tamaños, de múltiples colores y estéticas que transmiten nuevos y poderosos valores a las siguientes generaciones. Mujeres que en otros tiempos hicieron caminos inciertos que hoy para nosotras son posibles y deseables.
Entre unas y otras ponemos en circulación una genealogía de abuelas libres, de madres poderosas e hijas atentas que intercambiamos saberes, estrategias, consejos; mostrando posibles rutas no exentas de dolor, esfuerzo y sacrificio, pero nuestras, al fin y al cabo. A través del linaje de las abuelas las mujeres recuperamos un simbólico que durante años habíamos desdeñado y que hoy nos permite identificar y nombrar un vínculo necesario. Reconocemos la memoria de las mayores, como fuente de seguridad y conocimiento, y su existencia como modelos que nos invitan a discurrir por los años con la tranquilidad que proporciona el poder mirarnos en otras.
Llegamos a un punto, en el trayecto del ciclo vital, en que se supone que todas las viejas somos abuelas. Nada más lejos de la realidad. Unas lo son y ejercen diligentemente como tales, otras también lo son pero decidieron abdicar de este oficio. Algunas no tienen niet@s biológic@s y sin embargo
ponen en práctica su abuelidad de manera efectiva y real.
Somos así de peculiares
Las feministas, en nuestro esfuerzo por elaborar explicaciones y otorgar significados a las experiencias que han configurado nuestra vida, hemos hablado de maternaje para referirnos al cuidado que ofrecemos a personas queridas en momentos de necesidad; a los desvelos y tutelajes que generosa y afectivamente llevamos a cabo, más allá de la sangre, partiendo de nuestra libertad disponible. Hemos argumentado la maternidad como una adopción, incluso de los propios hijos e hijas y, por lo tanto, esta adopción simbólica la aplicamos a discreción en la relación que mantenemos en determinados momentos con ciertas personas. Lo hacemos porque sí, partiendo de nuestro deseo de acompañar y sostener, incluso a nuestra propia madre. Liberadas de los estrictos mandatos y deberes de la famiglia.
Siguiendo esta línea de pensamiento me parece también interesante la idea de defender la abuelidad como una elección: de ‘ser’ y de ‘no ser’. Sobre todo de ‘no ser’ lo cual supone una trasgresión importante y por lo tanto cuesta un poco más llevarla a cabo, en una sociedad como la nuestra en la que te tienes que alegrar de ser abuela sí o sí.
Este ejercicio de libertad incluye diversas posibilidades de distanciamiento, entre ellas, por ejemplo, tomar la decisión de no estar a disposición de las demandas de hijas e hijos por encima de los deseos propios, algo que se da como esperable. O decidir relacionarse con esta parte de la descendencia con una actitud exótica y despreocupada, de uvas a brevas, sin obligaciones y recordando a duras penas nombres y aniversarios y demás motivos de felicidad decretada. Alegrarse del bienestar de hijas e hijos, desde la posición de persona con vida propia.
Por el contrario, también puede darse el ejercicio de una función de abuelidad, sin tener nietas o nietos, implicándonos en el tutelaje de las siguientes generaciones, más allá de cualquier vínculo estrictamente familiar. Esta libertad es precisamente esto, libertad de actuar generativamente ofreciendo saberes, tiempo y cuidados a las gentes jóvenes, sin necesidad de que medie un vínculo de sangre; legando conocimientos, ejerciendo de mentoras, de manera que seamos capaces de crear una genealogía de mujeres libres, empáticas y sabias.
Hemos empezado a construir una abuelidad cuyo modelo no está definido, pero que, a modo de tapiz, podemos ir tejiendo desde nosotras mismas y, a través del cual, poder andar, pisar y marchar más cómodas y confiadas.
Una extraña forma de cariño
Esta muestra de libertad choca frontalmente con la insufrible costumbre cultural que se da en nuestra sociedad según la cual se tiende a denominar a cualquier persona mayor con el término abuela, en lugar de nombrarla por su nombre y apellido o sencillamente referirse a ella como una señora,
una anciana, una vieja, una veterana, entre otros muchos términos posibles. Todo el mundo sabe que no se convierte una en abuela por el simple hecho de ser vieja. Unas mujeres son abuelas porque su prole ha tenido descendencia y otras son simplemente mujeres mayores que no tienen niet@s por diversas y variopintas razones que abarcan tanto un proyecto de vida en el que la reproducción no ocupó un lugar, como las opciones afectivas sin hombres y otras situaciones diversas entre las que las decisiones de la propia prole cuentan y mucho. Así de fácil y de complejo a la vez.
Este aparentemente afectivo e inocente salto semántico es más importante y trascendente de lo que socialmente se quiere aceptar y reconocer. Cuando a una persona mayor se la nombra con la palabra abuela, tenga o no niet@s, nos encontramos ante una de las diversas formas de homogenización de las vejeces, según la cual todas somos ‘abuelas’ y así ni siquiera hay que aprenderse el nombre, la historia, los deseos, las necesidades. Todas iguales. Lo cual te hunde en la profundidad del abismo y te encuentras ante la imposibilidad de existir.
Para mí el argumento central reside en que detrás de este término se esconde la asignación y presunción de un único papel relevante en la vida de las viejas, el de ser una abuela, borrando de un plumazo su posible trayectoria e identidad profesional, intelectual, política, ciudadana. Cuando vemos a una mujer como una abuela depreciamos su valor y la reducimos a esta condición, invalidamos su libertad y su independencia: le recordamos su lugar secundario en el mundo. Todas igual de insignificantes.
Este término, que algunas usuarias defienden como una extraña forma de cariño, es rechazado por una gran cantidad de personas y criticado con argumentos potentes. No somos abuelas más que de nuestra prole, en caso de que lo seamos, por cierto. ¿Acaso llamamos madre a cualquier mujer después de los treinta años? La utilización de la palabra abuela es otra muestra fehaciente de la colectivización de que somos víctimas. Me encanta la frase de Muriel Spark cuando dice: Un año atrás, al ingresar en la clínica, la señorita Taylor se había sentido mortificada al oír que la llamaban “abuela Taylor”, y había pensado que prefería morir en una zanja a vivir en esas condiciones.
Pues eso.
