Mujeres y Salud - Revista de comunicación cientifica para mujeres
 
INICIO > Sumario MyS 19 > Reflexiones

Bajar el artículo
en pdf

La heterosexualidad: una práctica discursiva violenta

Claudia Truzzoli, Psicoanalista

Extracto de la potencia presentada en la Trobada de Dones “Les dones sabem fer i fem saber”. Barcelona 2006.

En una ocasión dos amigos pasaban frente a un paredón y notaron un cartel que decía “campo nudista”. Totalmente curiosos, uno le ayudó al otro a treparse al muro para espiar y le preguntó:”¿qué son, hombres o mujeres?” Y el otro le contestó: “¿cómo quieres que lo sepa si están desnudos?”. De todas las pasiones humanas, la pasión por la ignorancia es predominante en temas tales como género, sexo, deseo e identidad. No saber y mantenerse en la ignorancia nos puede dar la ilusión de que éste es un tema del que no hay nada que interrogar. Por ejemplo, es preferible creer que hay gente que es normal -quienes se definen como heterosexuales- y otra que no lo es, o lo es en grado minoritario -quienes disienten de la norma heterosexual.

Ya el hecho de hacer hincapié en el grado minoritario es un recurso ideológico muy sutil para seguir manteniendo un imperialismo heterosexual obligatorio, que es aún más peligroso cuando va de tolerante y progresista, ocultando la jerarquización implícita que hace de una forma de sexualidad en detrimento de otra.

Por otra parte, sabemos desde el psicoanálisis, que la rigidez es una defensa eficaz, a veces, para mantener la estructura subjetiva deseante lejos de las posibles perturbaciones que los movimientos del deseo podrían provocar con sus sorpresas inesperadas. Por alguna razón no explícita, pero sí sabia, dice el refrán: “agua que no has de beber, déjala correr”. Cuando no se deja correr el agua de las preguntas acerca de los propios deseos homoeróticos, es que no se está muy seguro/a de que esa agua no se va a beber. No hay otra manera de explicar los virulentos ataques homófobos, lesbófobos y transfóbicos que implican desde violencias verbales insultantes, ironías veladas, silencios negadores y violencias físicas graves en algunos casos.

La homofobia es el resultado de esa creciente socialización que insiste en la división rígida de los géneros con objeto de controlarlos mejor socialmente. Cuando alguien habla desde un discurso heteronormativo se considera que está hablando de hechos normales, que reflejan la única verdad sobre la sexualidad, mientras que si alguien habla desde un discurso que cuestiona lo heteronormativo, hace recaer sobre sí la sospecha de ser poco objetivo, de proyectar cuestiones personales que le enturbian su visión de la verdad.

Pero lo que se olvida o se niega en estas afirmaciones es que ningún discurso es neutro. Nadie es buen juez en causa propia, es verdad, pero toda búsqueda científica o filosófica tiene en el deseo del investigador su potencial selectivo que orienta los temas de su investigación.

Cuando se dice por ejemplo, que en las escuelas no se debería enseñar cuestiones relativas a la homosexualidad porque la heterosexualidad no se enseña, se está mintiendo. La heterosexualidad se enseña desde la cuna, en el colegio, en el discurso cotidiano, en los hábitos sociales, en la pregunta ¿tienes novio? cuando se dirige a una chica o ¿tienes novia? cuando se dirige a un chico. Cuando se dice por ejemplo, como crítica a muchas lesbianas, que no tienen que decir que lo son porque las heterosexuales no dicen que son hetero, no están midiendo con el mismo rasero las dos opciones, porque habitualmente, mientras no se afirme lo contrario, se hace una presunción de heterosexualidad a cualquier persona que no se conoce, a menos que tenga una pluma muy evidente.

Otra de las falacias que se sostienen entorno una heterosexualidad ideal es que quien culmina en un desarrollo heterosexual es alguien que ha asumido la diferencia de sexos y en consecuencia, la alteridad que le permite reconocer a otro. Capacidades éstas que se supone que un homosexual o lesbiana no tiene. Según una feliz observación de Daniel Burillo, (Homofobia, Bellaterra, 2001):

El presupuesto según el cual la alteridad es necesariamente lo opuesto sexual parece, no sólo falso, sino ideológicamente peligroso. El otro es amado en tanto que tal, de manera que limitarle a su dimensión anatómica constituye una forma de materialismo reduccionista.

Además la heterosexualidad no ha constituído nunca una garantía de consideración y de respeto al prójimo. Las mujeres, aún representando “el sexo opuesto” de los hombres pueden testificar la opresión de la que han sido y continúan siendo víctimas, a pesar de que éstos poseen todas las cualidades psicológicas necesarias para reconocer la alteridad.

No está de más recordar de todos modos que el inconsciente es un lugar de resistencia, resistencia que las mujeres de todas las épocas han utilizado como respuesta rebelde a un sistema opresivo injusto por la desconsideración hacia lo femenino, de lo que tenemos pruebas más que suficientes por los testimonios misóginos de todas las épocas históricas. No podremos entender nada acerca de la sexualidad si no tenemos en cuenta la función que ejercen en ella la fantasía, la memoria y la representación, puesto que en el ser humano nada hay menos natural que la sexualidad. Cualesquiera que sean las realidades de nuestras vidas sexuales -al decir realidades incluyo algo más ambicioso que la simple práctica sexual-, cuando se habla de sexo parece que todo el mundo sabe de qué se trata y sin embargo, nada hay más escurridizo de ser nombrado que la propia sexualidad cuando intenta ceñirse a categorías diferenciadoras.

Desde los entornos terapéuticos ortodoxos, aparece una inquietud etiológica para explicar las desviaciones a la norma hetero. Y sin embargo, llegar a ser heterosexual también es una construcción, casi siempre fallida porque “la heterosexualidad está siempre en proceso de imitar y aproximarse a su propia fantasmática idealización, y de fracasar” (Judith Butler, Imitación e insubordinación de género, en Grafías de Eros, Edelp, 2000). Lo cual significa que la heterosexualidad que se erige como el fundamento del cual la homosexualidad se consideraría una mala copia, es ella misma una teatralización que aspira a parecerse a un ideal de sí misma que nunca consigue adecuar del todo y siempre en riesgo permanente. De hecho, la heterosexualidad está llena de fantasías que no solamente son heterosexuales. Digo además, casi siempre fallida, porque cuando las mujeres dicen que no experimentan ningún deseo por los hombres, es un poco exagerado hablar de heterosexualidad. Sorpresivamente, muchas lesbianas han tenido historias heterosexuales más satisfactorias que otras mujeres que se declaran hetero.

Lo que sí me gustaría es llamar la atención acerca de la falsa heterosexualidad de las mujeres que se unen a un hombre por acomodación al medio, por terror de ser diferentes, o por intereses que no tienen nada que ver con el deseo erótico. Son justamente esas mujeres las que se inquietan y se apresuran para marcar sus diferencias subjetivas con las lesbianas y ponen el acento en su presunta heterosexualidad como si temieran un contagio. Una colega dijo una vez: “si yo sé que una mujer es lesbiana, a mí que no me toque”. Si lo que produce terror es la inserción de lo homo en lo hetero, habrá que preguntarse en qué sustenta lo hetero su hegemonía. Porque a ninguna lesbiana le asusta que se inmiscuyan en sus fantasías, deseos heterosexuales, no los siente amenazadores. Pero si una hetero siente amenazadores sus posibles deseos homoeróticos es porque debe creer que son más poderosos que los heteros. Y de alguna manera...puede que sea verdad.

Adrienne Rich habla de la heterosexualidad compulsiva e introduce el concepto de un continuo lesbiano aplicable a todas las mujeres (Sangre, pan y poesía, Adrienne Rich, Icaria). Defiende la tesis de que la heterosexualidad nunca ha sido una preferencia para las mujeres, sino algo inducido por fuerzas sociales y económicas, pero que a lo largo de la historia el primer lazo erótico para las mujeres ha sido siempre otra mujer.

Freud también decía que lo que había que explicar es porqué una mujer puede volverse heterosexual cuando su primer lazo erótico la coloca en el homoerotismo pues es con su madre.

Muchas mujeres heterosexuales reconocen que su matrimonio se sostiene gracias a la amistad íntima con sus amigas con quienes encuentran una comunicación y un sostén emocional que están lejos de encontrar en su compañero. Muchas mujeres dicen que como lesbianas son más felices que en sus relaciones anteriores con hombres porque encuentran en las relaciones entre mujeres cualidades que no encuentran con ellos, no sólo por la posibilidad de explorar un potencial erótico, que es mucho más amplio en las mujeres que en los hombres, sino también porque se liberan del disimulo de una mascarada opresiva que adoptan muchas veces para no provocar la rivalidad del compañero y el temor de dejar de ser deseadas.

Las lesbianas se descubren como tales en algún momento concreto de sus vidas en el marco de una relación con otra mujer que les procura una experiencia subjetiva que las hace sentirse cómodas y que lo viven como una ampliación de posibilidades vitales aunque no sea más que por el hecho de que al no estar presionadas por imposiciones de rol, se sienten más libres de poder actuar con espontaneidad, de ser agentes de deseo, no sólo objetos, y de sentirse valoradas y reconocidas. En este sentido, no se diferencian las quejas que las mujeres tanto heterosexuales como lesbianas dirigen al colectivo masculino. Y tienen su razón de ser, puesto que la heterosexualidad masculina no se define tanto por el interés subjetivo y emotivo hacia las mujeres sino por el horror de ser objeto de deseo homosexual o descubrir en uno mismo ese deseo, por el esfuerzo de alcanzar un nivel de masculinidad ideal, que hace de su sexualidad algo compulsivo que les sirve de comprobación de su masculinidad más que de satisfacción erótica donde pueden dejarse ir. La ternura para la masculinidad clásica se convierte en un problema, es considerada un peligro que feminiza, además de considerar la feminidad como lo absolutamente ajeno a sí.

Las lesbianas se decantan con más convicción por las explicaciones construccionistas, no sólo porque no parecen sufrir de la misma manera la interiorización de la homofobia, sino que pareciera darles un plus de placer añadido el creer que ha sido una elección motivada por muchos factores sociales, entre ellos, la opresión que sufren por la distinta jerarquización de los géneros y los sexos, que les reserva a las mujeres un lugar de sujetos subalternos (como diría Spivak.) En efecto, la feminidad tradicional es percibida por muchas mujeres como agobiante, restrictiva, marcada por condicionantes que atentan contra la libertad, la energía, la capacidad de decisión que se les permite a los hombres. Las niñas más sanas son las que más sufren estos condicionamientos porque tienen que adaptarse a unas condiciones muy poco naturales y espontáneas para ponerse en actitud de desempeñar un papel femenino. Si se les tolera de pequeñas que se comporten como niños, sólo es con la esperanza de coaccionarlas en la pubertad para que dejen de hacerlo.

Hablando del potencial erótico femenino, recuerdo la película Felpudo maldito, en la que Josianne Balaskó, que representaba el papel de una butch, intenta seducir a Victoria Abril, diciéndole “entre nosotras no hay eyaculación precoz”. Otras sienten que su atracción por las mujeres es exclusivamente sexual y que siempre ha sido así, reservándose en la fantasía la creencia de su heterosexualidad porque aman a los hombres aunque no se acuesten con ellos. Las hay que se pueden relacionar sexual y afectivamente con hombres y con mujeres, aunque no es frecuente que lo hagan simultáneamente. Otras reconocen que antes de ser lesbianas han sido heterosexuales y que sus experiencias eróticas con ellos han sido satisfactorias, pero que después de tener una experiencia con una mujer descubrieron otro placer más intenso, como si compararan un café normal con una droga dura. Otras piensan que después de relacionarse con mujeres no volverán a relacionarse con hombres, y de hecho, las hay que tienen muchísimos años de convivencia con su pareja femenina y forman un lazo matrimonial, incluso una familia con hijos de un matrimonio anterior o adoptados por ambas o porque una de ellas se decide por la inseminación artificial. Otras pueden volver a la heterosexualidad después de algunas experiencias lesbianas.

Esta amplia diversidad de la experiencia erótica de las mujeres lesbianas, no queda bien reflejada en el uso del término lesbiana, por ser un término homogeneizador que no refleja en absoluto esa diversidad. De hecho, ¿qué tienen en común las lesbianas? Como dice Judith Butler en el texto citado más arriba, “si yo proclamo ser una lesbiana, yo me hago visible sólo para producir un closet nuevo y diferente. [...] En efecto, el lugar de la opacidad es simplemente desplazado: antes no sabías si yo “era”, pero ahora no sabes lo que eso significa, [...]. (El último subrayado es mío). Esta diversidad lesbiana casi nunca aparece en los escritos sobre lesbianas hechos por hombres, que parecen preferir una descripción del lesbianismo más cercano a la perversión. Es notorio, como muchos hombres cuando escriben sobre mujeres proyectan su propia experiencia subjetiva creyendo que le corresponde a las mujeres. En el caso del supuesto placer masoquista que sentiría una mujer maltratada tenemos otro ejemplo de semejante proyección masculina.

Sexo no es lo mismo que sexualidad, distinción que muchos sexólogos no hacen, estando como están más interesados en las prácticas del sexo que en las implicaciones subjetivas que una identidad sexual implica con sus repercusiones emocionales. Además el discurso sexológico se adhiere a un modelo normativo sustentado por una supuesta normalidad heterosexual. Lo que no encaja dentro de esta lógica ni de esta práctica se lo minimiza diciendo que corresponde a un 10% de la población, olvidando que homologar normalidad con frecuencia estadística es uno de los criterios más desacertados epistemológicamente desde el punto de vista de lo saludable. Ser alcohólico en Estados Unidos, y posiblemente ser obeso, es normal en ese medio si nos guiamos por un criterio estadístico. Cuando mujeres que han sufrido violencia machista dicen “mi marido me pega lo normal”, también están usando un criterio de frecuencia, lo que no significa que sea bueno para ellas esa normalidad definida con ese criterio. Si no queremos caer en la misma falacia de definir la normalidad por las estadísticas en lo que hace a la identidad sexual, deberíamos atender más las fantasías que procuran el goce sexual al margen de con quien se lleven a cabo y no cuestiones formales como con quien se está emparejado. Además no estoy tan segura de que las estadísticas reflejen verdaderamente la proporcionalidad actual entre ambos grupos por el gran avance de los movimientos homosexuales que han posibilitado la salida del armario a muchos gays y lesbianas que antes se definían como heterosexuales y también por el cuestionamiento radical que desde grupos feministas se ha hecho de la heterosexualidad misma como una premisa de la jerarquía de género.

 

Volver al Sumario nº 19