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Morir de cáncer en Gaza
Luisa Morgantini
Extracto del relato publicado en “Nonviolenza. Femminile plurale”, n 46 2005

Fatma Barghouth murió el pasado 24 de diciembre a los 29 años devorada por un cáncer que desde el seno se le había ido extendiendo hasta la columna vertebral. Fue enterrada en el cementerio de la ciudad de Gaza, pero en la tumba no estaba sola, la sepultaron con otras dos mujeres. En Gaza muere demasiada gente y no hay espacio para todos. La familia hubiera querido enterrarla en el cementerio próximo al campo de refugiados de Jabalia, donde para los muertos todavía queda algo de tierra disponible. Pero no pudo ser, pues aquella mañana había un intercambio de fuego entre el ejército israelí y un grupo armado palestino. El ejército estaba bombardeando la zona con artillería, y una bomba había destruido la carretera que une Jabalia con el cementerio. La agonía y muerte de Fatma no resultaron sencillas—como tampoco su vida. En abril de 2003, Fatma se notó un nódulo. Tenía entonces 26 años, era hermosa, vestía al modo tradicional palestino —no con el velo islámico, sino con la pañoleta de las campesinas—, tenía una bella sonrisa, unos grandes ojos negros y unas enormes ganas de vivir que le sirvieron para luchar contra su enfermedad y para enfrentarse a la burocracia y a todo tipo de arbitrariedades.

Os podría hablar de sus vicisitudes para llegar al hospital israelí donde iba a tratarse, así como del celo de los médicos por los derechos humanos (Physicians for Human Rights, cuyas siglas son: PHR), una asociación israelí que lucha contra la persecución y la discriminación cotidianas que padece el pueblo palestino en el campo de la salud por parte de las autoridades israelíes. El PHR se ocupa de los enfermos palestinos que sin su ayuda morirían o nunca podría llegar a un hospital israelí especializado. Pero a Fatma, a pesar de todo y de su esfuerzo, no le sirvió de nada. Tantas veces se encontró, al ir a recibir la quimioterapia, cerrado el paso de Erez, en la frontera entre el norte de Gaza e Israel; mientras el dolor la devoraba, Fatma pasaba las horas esperando a que la puerta de hierro se abriera. Tenía todos los permisos, obtenidos incluso por sentencia de los tribunales israelíes, e incluso los médicos del hospital Tel Hashomer telefoneaban al puesto de control de Erez, para pedir que la dejaran pasar y para confirmar que tenía que someterse a un tratamiento de quimioterapia. Pero la mayor parte de las veces los oficiales y soldados del puesto no atendían a razones. Fatma, que no podía verlos, sólo oía sus órdenes en hebreo, dichas a través de unos estridentes altavoces —órdenes de las que sólo entendía el sí o el no. Motivos de seguridad, alegaba el soldado del puesto. Y mientras tanto, el mal se iba extendiendo por su cuerpo. Pero su calvario no sólo es atribuible al brutal muro de la ocupación y a la falta de humanidad y compasión de los soldados israelíes, sino también a la resignación y a la falta de especialistas de la estructura hospitalaria palestina. Me pregunto hasta cuando se permitirá todo esto, hasta cuándo la Comunidad Internacional permitirá esta falta de derechos, de compasión y de humanidad. Lo sé, es una pregunta retórica.

 

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