UN
DUELO INESPERADO
<Margarita
López Carrillo>
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Margarita
López |
El día
que mi hijo cumplió doce años, entró en la
cocina para ayudarme con la cena, se apoyó en le umbral y
dijo: ¿Sabes mamá? Me gusta mi vida. Creo que estoy
en un buen momento. Me gusto yo, me gustan mis amigos, me gusta
mi familia, me gusta mi cole. Por mí, no necesito que cambie
nada.
Y a partir
de ese día, de un modo casi imperceptible al principio, acelerado
después, todo empezó a cambiar.
Cuando Leonor
me pidió que escribiera un artículo sobre ser madre
de un adolescente, pensé enfocarlo desde el punto de vista
del trajín de peleas, negociaciones, pactos, forcejeos, recriminaciones
y más pactos que convierten la vida cotidiana en una gincama;
pensé que hablaría quizá del espejismo de creer
que porque el niño ha crecido ya puede una dejar de estar
ocupada casi constantemente en él, cuando lo único
que cambia es que a la agotadora pero activa, saludable, ocupación
constante sustituye la agotadora y pasiva, deshace madres y padres,
preocupación constante. Pensé que utilizaría
la ironía para hablar de mi nueva faceta de detective-interrogadora,
de madre dura marca-límites, cosa para lo que siempre pensé
que no estaba capacitada (todo se aprende).
Pero cuando
me he puesto a escribir me he dado cuenta de que quiero hablar de
otra cosa, quiero hablar de la pérdida, la pérdida
de “mi niño”. Me he dado cuenta de que sólo
tengo ganas de hablar, porque no lo he hecho hasta ahora, del duelo
que transcurre calladamente en mi interior a pesar de la vorágine.
Yo estaba preparada,
aunque fuera en teoría, para los enfrentamientos, las ocultaciones,
los problemas en el colegio, los cigarrillos y los porros furtivos;
estaba preparada, aunque me horrorizaba presenciarlo, para su dolor,
el de su propia pérdida: la pérdida de su cuerpo de
niño, de sus padres de niño, de su universo de niño.
Pero, acaso por pura negación, no había previsto lo
que perdería yo. Desde hace dos años me debato, y
sólo ahora empiezo a darme cuenta, en la contradicción
de estar, con una parte de mí, tan orgullosa de lo mayor
que se está haciendo, de cómo piensa por su cuenta,
cómo toma ya posturas ideológicas, cómo se
parece a tal tío a su misma edad, qué guapo, qué
piernas tan peludas, qué lampiño de pecho como su
padre, qué musculoso delgado y alto (una espingarda que diría
mi madre), qué pies tan largos, qué voz de hombre,
el tono grave característico de los hombres de mi familia,
y ese sentido del humor tan desarrollado, el sello inconfundible
de su padre. Sentir orgullo de haberlo traído hasta aquí,
a menudo sola, y, a pesar de lo que no me gusta de él y,
sobre todo, de lo que me inquieta, pensar: es un buen chico, es
sensible, inteligente, crítico, compasivo, es, como persona,
lo que yo he luchado porque llegara a ser.
La contradicción
de pensar todo eso y, sin embargo, con otra parte de mí,
esa parte escondida en lo hondo como una niña en un trastero,
andar por la calle y no poder evitar que los ojos se me vayan detrás
de todos los niños de menos de doce años: de los bebitos
risueños en sus sillas, de los camicaces de uno o dos años
andando a la deriva sin miedo a nada, de los ágiles y despiertos
de seis siete años, de los aplomados de nueve o diez; quedarme
colgada mirándolos, calculándoles la edad, escuchando
lo que dicen, esperando su risa, mirar como se mueven, como caminan,
y sentir una irremediable añoranza.
Ahora mi hijo
va camino de los quince. Hay días en que se siente tan satisfecho
con su vida como aquella noche de sus doce años pero otros
no. Haya días en que sospecho que no le gustan ni su cole
ni sus padres, ni siquiera sus amigos, y sobre todo, que no se gusta
él. Hay días en que estoy segura que desea que todo
cambie. Sólo que ahora ya no viene a la cocina o a donde
yo esté para contármelo. Ahora hay tantas cosas que
piensa que no me cuenta, tantas cosas importantes de las que habla
con otras personas que no soy yo. A veces yo, a veces él,
buscamos las viejas complicidades y las encontramos y, por un momento,
parece que todo es como antes pero los dos sabemos que no es verdad.
Ahora somos
dos extraños que se quieren: él, un extraño
preocupado por sus cosas y yo, una extraña preocupada por
él. Me hace pensar en lo que pasaba con mis gusanos de seda:
una vez que escogían su rincón de la caja de zapatos
y empezaban a segregar los hilos que los aislarían del mundo
durante su metamorfosis, ya no había nada que yo pudiera
hacer por ellos salvo mantener la caja en un ambiente estable.
¡Ah,
mantener la caja (la casa) en un ambiente estable! ¿Cómo
se hace eso con un hijo adolescente? ¿Cómo se hace
para conformarse una con lo escasos preciosos ruiditos que brotan
del interior de la crisálida? ¿Cómo hacer para
que sus cambios no zarandeen la estructura misma de su madre y su
padre (por no mencionar el hecho de que éstos son personas
vivas, además de padre, y les siguen pasando cosas)? ¡Ah,
se dice pronto eso de mantener la caja en un ambiente estable!.
No me digáis que es lo natural, que un adolescente sano se
aparta de sus padres, busca su intimidad, necesita probar sus propias
soluciones y que ellos, los padres, tienen que estar ahí
sin agobiarle para que pueda recurrir a ellos cuando lo necesite,
y todo ese discurso. No me lo digáis porque ya lo sé,
mejor dicho, una parte de mí lo sabe, la que está
orgullosa de que el niño se esté haciendo adulto,
la que se pone dura con él para que estudie, la que está
deseando que sea autónomo; lo ha leído en los libros,
lo ha hablado con otras madres y padres, incluso con psicólog@s
(porque es muy aplicada), y está totalmente de acuerdo. Pero
la otra… Creo que con esa vais a tener que gastar mucha paciencia
porque no atiende a razones. Me parece que con esa no va ha haber
más remedio que esperar a que la niña escondida en
el trastero haga su duelo, ese duelo inesperado, y que, cuando ella
pueda, salga al presente por su propio pie.
Margarita
López Carrillo
Documentalista de salud
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