EL MITO
DEL INSTINTO MATERNAL
<Dolores
Juliano>
Mis
padres creían a pies juntillas la leyenda de que una mujer
soltera y sin hijos envejece prematuramente
NOLL, Ingrid (1997:67): El amor nunca se acaba.
¿Hemos
nacido las mujeres para ser madres? ¿Es cierto que la maternidad
completa a las mujeres y da sentido a su existencia, que de otra
manera permanecería incompleta y le generaría frustraciones?
El hecho que puedan plantearse preguntas de este tipo, que nunca
enunciaríamos para los hombres, nos muestra que la maternidad
se ha desplazado del campo de las opciones al campo de lo “natural”,
es decir, que se la trata como si fuera el cumplimiento de un mandato
instintivo. Las conductas instintivas son inmutables, pertenecen
al ámbito de la naturaleza y se producen con prescindencia
del entorno social. En cambio las conductas determinadas socialmente
forman parte del devenir histórico, se modifican de acuerdo
con el tiempo y las circunstancias y a su vez son causa de modificaciones
en las estructuras de las relaciones. Las personas actuamos de acuerdo
con conductas aprendidas socialmente y carecemos casi por completo
de conductas complejas instintivas. Estas se reducen al campo de
los actos reflejos y poco más. Sin embargo, existe el mito
de asignar al campo de lo instintivo conductas muy complejas y elaboradas,
fundamentalmente hay una tendencia a asignar a las mujeres este
tipo de conductas.
Así,
lo que las mujeres son y hacen no se lee como construido socialmente
en un sistema asimétrico de relaciones de poder, sino como
consecuencia de sus impulsos innatos. Asignar la mujer globalmente
al mundo de la naturaleza, mientras que se relaciona al hombre con
el de la cultura (S. ORTNER, 1979) y considerar que sus conductas
están dictadas por principios inmutables y ahistóricos
(Rosa ENTEL, 2002) es una forma de evitar discutir la funcionalidad
social del lugar en el que se las ha colocado.
Fernandez señala
que en tres ámbitos este sistema mítico de naturalización
de las conductas se muestra especialmente eficaz: asignando a las
mujeres como destino el amor maternal, el amor romántico
y la pasividad sexual. En todos los casos esta interpretación
quita méritos a la conducta en el caso en que esta sea asumida,
ya que se trataría de un mandato que las mujeres no podrían
evitar y en cambio sanciona duramente su incumplimiento, pues lo
quita del margen de las opciones libres (que siempre se reconocen
a los hombres) y coloca su falta en el campo de la anormalidad,
la perversión o la patología. (Ana María FERNÁNDEZ,
1992)
Es por esto
por lo que las reivindicaciones de género pasan por la desesencialización
y la desnaturalización de las conductas atribuidas. Se trata
de reconocer y reivindicar para las mujeres su condición
de sujetos socialmente construidos, aun en aquellos ámbitos
menos cuestionados, pues implican mandatos sociales más fuertes.
El carácter de artefacto construido que tienen las conductas,
es relativamente fácil de reconocer en el caso del amor romántico,
cuya historicidad para los dos sexos está bien documentada,
y para las conductas sexuales, que en los últimos cien años
han experimentado cambios tan evidentes que hacen difícil
mantener la creencia en su atemporalidad. De todas maneras, es evidente
que incluso en esos campos queda mucho camino para desmontar prejuicios
como el de la heterosexualidad obligatoria (Adrienne RICH, 2001)
y los roles de género diferenciados (Judith BUTLER, 2001).
Pero es en
el campo del amor maternal en el que los prejuicios permanecen más
sólidamente asentados. Parece una evidencia de sentido común
que la relación de la madre con su prole es un vínculo
biológico y que responde a condicionantes diferentes de las
otras relaciones afectivas. Una parte importante de la organización
social se basa en este supuesto, al menos en las sociedades patrilineales,
donde la sobrevaloración de la maternidad (que garantiza
que habrá hijos varones para el linaje paterno) y la valoración
de las mujeres centrada en su capacidad reproductiva, hace que se
interiorice la idea de que la maternidad es un destino, y que implica
en sí misma el mayor premio y la más alta satisfacción.
Las mismas
mujeres suelen compartir esta creencia, que soslaya la necesidad
de construir proyectos de vida individuales y las coloca fuera del
ámbito de lo contingente. Pero este mito, que da apoyo y
fundamento a los otros dos, ya que el amor y la complementariedad
de roles garantizarían la continuidad de la pareja en la
etapa de crianza de las criaturas, y la pasividad sexual aseguraría
descendencia legítima, ya fue cuestionado en 1949 por de
Beauvoir Ella es la primera que de una manera explícita,
pone en duda la presunta naturalidad de las conductas maternales
y la que propone situarlas en el campo de la cultura. (Simone DE
BEAUVOIR, 1968). Desde su propuesta puede separarse el aspecto biológico
de la maternidad, de la valoración social de la misma. Esta
última incluiría aspectos tales como la importancia
que las mujeres den al hecho de ser madres, la intensidad con que
deseen o rechacen esa posibilidad, el lugar que le asignen en su
vida y el tipo y duración de los ligámenes afectivos
y de cuidado, que desarrollen en relación con sus hijos e
hijas, e incluso con su descendencia en la generación siguiente.
En realidad
la idea de la existencia de un instinto maternal, que determine
la conducta de las mujeres al respecto, puede cuestionarse desde
dos vertientes: desde la antropología, que muestra la diferencia
de las concreciones del amor maternal en las diferentes culturas,
y desde la historia que evidencia las evoluciones y cambios de ese
sentimiento en el tiempo. En el primer campo, Mead desvirtuó
la presunta universalidad de las conductas maternales mostrando
cómo las mujeres del pueblo mundugumor, de Nueva Guinea,
consideraban una carga y una desgracia tener hijos y derivaban el
cuidado de los pequeños a sus hermanitos mayores, sin desarrollar
sentimientos de culpa al respecto. (Margaret MEAD, 1982)
Esto tenía
interesantes consecuencias teóricas, porque en principio,
si una conducta fuera instintiva estaría representada en
todos los pueblos e incluso sería más visible cuanto
menor fuera la sofisticación cultural del mismo. Así,
estas madres a su pesar, ponían en severo entredicho las
bases mismas de la asignación de las conductas maternales
a la biología. Completando el desmantelamiento teórico,
está la evidencia histórica. Trótula
de Salerno, la más famosa médica medieval, fue la
primera que señaló rechazos explícitos de la
maternidad, sugiriendo que lo que buscan las adolescentes que se
niegan a comer es librarse de su función de concebir hijos
(90) Muchas santas experimentaron este rechazo. Sta Teresa relata
que lo que la llevó a huir al convento a los 18 años
fue el temor al matrimonio. A los doce años había
visto morir a su madre de 33 años exhausta después
de parir 14 hijos (Paloma GÓMEZ, 2001).
Por su parte,
Badinter muestra que en Europa, durante los tres siglos que van
desde el XVI al XIX la práctica de abandono de niños
era corriente, y en todas las clases sociales, las madres derivaban
a nodrizas el amamantamiento de sus hijos, sin preocuparse demasiado
por su supervivencia. El fenómeno estaba tan extendido en
Francia, que en 1780, sobre 21.000 niños nacidos en Paris,
sólo mil eran nutridos por sus madres. Estas cifras resultan
especialmente reveladoras en una época en que la lactancia
materna representaba una mayor posibilidad de supervivencia.
El abandono
implicaba falta de amor, pero durante muchos años se ha tendido
a interpretarlo como una consecuencia de las altas tasas de mortalidad
infantil. Dado que morían muchos infantes, limitar la afectividad
podía ser una buena estrategia para disminuir el dolor de
la pérdida, pero Badinter llega a una conclusión opuesta:
No era porque los infantes morían como moscas, por lo que
las madres se desinteresaban de ellos, era porque ellas no se interesaban,
por lo que morían como moscas (Elisabeth BADINTER, 1980:75).
La infancia no sólo carecía de cuidados maternales,
hasta bien entrado el siglo XVIII, también estaba ausente
en la ciencia y en la literatura.
Cuando la vemos aparecer, en los cuentos infantiles la encontramos
carente de derechos, abandonada en el bosque o entregada a sus propios
y débiles recursos.
Es a partir
de Rousseau que los niños -pero no las niñas comienzan
a merecer atención pedagógica y social. Su prédica
no tenía mucho que ver con su práctica, porque fue
él mismo un progenitor del XVIII que abandonó a sus
hijos (Jean Jacob ROUSSEAU, 1990) El nuevo interés deriva
hacia las madres la carga de responsabilizarse de la supervivencia
y buena salud de los nuevos ciudadanos, y esta labor socialmente
asignada se rotula como cumplimiento de un impulso innato. El deber
social que podría haber sido asumido por ambos miembros de
la pareja, o por los adultos del grupo comunitariamente, o por organizaciones
aún más amplias como el estado, se asigna unilateralmente
a las madres y se naturaliza como una opción biológicamente
determinada. La mujer decimonónica será vista fundamentalmente
como madre y esta función, desbordando la etapa biológica
del embarazo y el amamantamiento, condicionará toda su existencia.
Esta dedicación
tiene un coste, Gómez señala: “El matrimonio
es un chollo para los varones: recientes investigaciones conceden
un promedio de 10 años más de vida a los hombres casados
que a los viudos, solteros y divorciados; los casados además
presentan menos enfermedades. En el caso de las mujeres es al contrario:
las mujeres solteras o divorciadas sin hijos viven más y
más sanas que las casadas, que presentan el doble de enfermedades,
sobre todo mentales” (Paloma GÓMEZ, 2001:80).
El modelo del
amor maternal se caracteriza por el cuidado continuado, la postergación
de los propios deseos, la atención a los deseos y necesidades
del otro. Es una actividad altruista que implica opciones constantes
y que no tiene nada en común con las conductas estereotipadas
relacionadas con los instintos. De hecho en la naturaleza no se
encuentra entre las hembras animales ni el impulso hacia la maternidad,
ni la continuación de la entrega de cuidados una vez las
crías han madurado lo suficiente para desenvolverse solas.
Entre los seres humanos sí que se dan estas conductas, pero
podemos entenderlas como el cumplimiento interiorizado de un mandato
social.
Tal fuerza
tiene este mandato, que puede utilizarse para justificar cualquier
tipo de conductas, por alejada que esté de las restantes
normas sociales. Como mandato de primera categoría toma prioridad
sobre todos los demás. Así se justifica socialmente
que una madre en defensa de su progenie robe o mate. O que para
mantenerla se dedique a la prostitución.
La construcción
del mito del instinto maternal da, por otra parte, buenos dividendos
a la profesión médica, al trasladar el deseo de procrear
al campo de lo esperado para todas las mujeres, genera una demanda
de reproducción asistida o medicalizada y legitima la casi
obligación para las mujeres estériles de someterse
a tratamientos complicados, caros y molestos.
No se trata,
por supuesto de negar que la maternidad pueda ser un proyecto atractivo,
sólo
es necesario subrayar que se trata de eso, de un proyecto y como
tal es optativo (Elisabeth. BADINTER, 2003, Juin)
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS CITADAS
•
BADINTER, Elisabeth. (1980). L’amour en plus. Histoire de
l’amour maternel XVII-XX siècle. Paris: Flammarion.
•
BADINTER, Elisabeth. (2003, Juin). “Maintenant, c’est
la femme qui décide”. L’Histoire, 277.
•
BUTLER, Judith. (2001). La cuestión de la transformación
social. En BUTLER Y PUIGVERT BECK-GERNSHEIM (Ed.), Mujeres y transformaciones
sociales. (pp. 7-31). Barcelona: El Roure.
•
DE BEAUVOIR, Simone. (1968). El segon sexe. Barcelona: Edicions
62.
•
ENTEL, Rosa. (2002). Mujeres en situación de violencia familiar.
Buenos Aires: Espacio Editorial.
•
FERNÁNDEZ, Ana María. (1992). Las mujeres en la imaginación
colectiva. Buenos Aires: Paidos.
•
GÓMEZ, Paloma. (2001). Anorexia nerviosa: una aproximación
feminista. En BARRAL AZPEITIA, DIAZ, GONZALEZ CORTÉS, MORENO
y YAGO (Ed.), Piel que habla. Viaje a través de los cuerpos
femeninos. (pp. 77-110). Barcelona.: Icaria.
•
MEAD, Margaret. (1982). Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas.
Barcelona: Paidós.
•
ORTNER, S. (1979). Es la mujer respecto al hombre lo que la naturaleza
respecto a la cultura? En HARRIS y YOUNG (Ed.), Antropología
y Feminismo. Barcelona: Anagrama.
•
RICH, Adrienne. (2001). Sangre, pan y poesía. Prosa escogida
1979-1985. Barcelona: Icaria.
•
ROUSSEAU, Jean Jacob. (1990). Emilio o de la educación. Madrid:
Alianza.
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