CUANDO
NO HAY PALABRAS PARA DECIRLO, HAY UN CUERPO PARA EXPRESARLO
<Regina
Bayo-Borrás>
El objetivo
de este artículo es presentar algunas reflexiones
clínicas a partir de mi experiencia asistencial
con mujeres que padecían dolor crónico y fatiga de
larga duración, labor realizada en un Servicio de Salud Mental
para la Mujer (Cornellá de Llobregat, Barcelona –1992-2001).
La hipótesis
de partida coincide con la presentada por Asunción González
de Chávez, en el sentido de que la aparición de esta
dolencia tiene que ver con la articulación de lo que denominamos
“series complementarias” (Freud): un
factor o conjunto de factores desencadenantes actúa sobre
una predisposición, que a su vez es el resultado de la integración
de la constitución individual de cada persona, junto
a las experiencias de su infancia. Etiología, pues,
multifactorial, en la que se combinan aspectos biológicos
(constitución), psicológicos (predisposición)
y sociales (experiencias vividas). Sin embargo, en muchas ocasiones
comprobamos que el factor psicológico suele ser el preponderante,
y en este sentido participo de la importancia de lo singular de
cada un@, sin menoscabar la influencia de lo cultural y lo social.
Después
de conocer las cifras, los datos, y las situaciones en las que florece
dicha dolencia (y aquí me remito a la ponencia presentada
por la Dra. Carme Valls, en la que expone la extensa gama de dolencias
dolorosas de la mujer) , quiero centrarme en las personas. La asistencia
psicológica de estas mujeres, que llegaban enviadas por los
médicos de asistencia primaria, nos hizo replantearnos
el enfoque terapéutico. Si bien nuestra práctica
clínica era, y es, psicoanalítica, en la mayoría
de los casos nuestra intervención terapéutica no podía
utilizar el instrumento principal, la interpretación. Lo
importante, en estas mujeres, no era tanto develar lo reprimido
sino establecer
un espacio de encuentro, en el que “lo terapéutico
” era la escucha empática de la paciente, mediante
la cual se le proporcionaba contención emocional.
De esta manera podíamos propiciar la verbalización,
y consiguiente simbolización, de los aspectos emocionales
negados, disociados o incluso reprimidos, y que se hallaban desplazados
en el cuerpo. Ir más allá era o imposible o peligroso.
Voy a dar algunos ejemplos.
Pudimos observar
que un cierto número de mujeres podía hablar
del dolor corporal y del cansancio físico, pero apenas de
sí mismas como personas, de sus sentimientos, tanto
negativos como positivos, ni mucho menos de sus fantasías
o emociones más profundas. Ellas mismas habían desaparecido
tras la intensidad del dolor y del cansancio: “He vivido
mucho tiempo metida en un caparazón. No me acuerdo de las
cosas para nada, no puedo retener, cuando voy a comprar no sé
ni el precio de las cosas... Como si me hubiera metido dentro de
una urna para que nada me afecte.”
En este
caso, ¿qué encubre el dolor, y, simultáneamente,
qué manifiesta? Tal vez la cuestión aquí no
es tanto dónde le duele, sino qué es lo que tanto
le duele como para protegerse dentro de un caparazón.
“Yo misma me he rodeado de silencio, no me he interesado por
nada, siempre he sido distraída, no se me queda nada. Quizá
sí que necesito ayuda psicológica, pero soy una persona
muy reservada, me lo guardo todo... quizá hasta en los huesos.
Los últimos años me encuentro muy mal, he tenido que
coger la baja varias veces por el dolor. Quizá es que no
exteriorizo los sentimientos, pero ya llevo mucho tiempo así,
a veces cuando quiero decir una cosa ya no me acuerdo...”
Una característica
del dolor es que es más fácilmente reconocible que
el displacer, el denominado malestar psicológico.
A raíz del dolor físico corporal, se produce
una elevada investidura narcisista (en el cuerpo) que no cesa de
aumentar, y que, por así decirlo, tiende a vaciar al Yo.
En esta paciente, como en muchas otras, el dolor corporal, al quedar
disociado de la dimensión subjetiva, encubría y manifestaba
el verdadero y deplorable “estado” del Yo de la paciente
(“Ya no me acuerdo, no exteriorizo, no se me queda nada,
siempre distraída”) . Así, sentía
que su cuerpo se había convertido en un caparazón
/urna, verdadero cajón de sastre de duelos y traumas infantiles
no elaborados, como pudimos ir viendo a lo largo del proceso terapéutico.
(Quiero destacar la representación que utilizaba la paciente
-“urna”-, con la que se identificaba, y que
remite, inevitablemente, al recipiente que contiene la ceniza de
los muertos... ¡y ella llevaba unos cuantos a cuestas!).
Cuando la transferencia
positiva –y la “escucha empática” de la
terapeuta--les proporcionaba un continente suficientemente bueno
(Winnicott) en el que confiar y abrir la cadena asociativa (hablar
de sí mismas, de sus emociones, fantasías, sueños,
así como también de su vida actual y pasada), entonces
era posible realizar un trabajo psicoterapéutico elaborativo,
disolviendo pesares y, consecuentemente, también dolores.
Sin embargo,
otro grupo de mujeres enviadas a nuestro servicio no quería,
ni podía, ir más allá del relato del dolor
físico. Después de una o dos visitas, abandonaban.
- Las que manifiestamente
no querían ser atendidas desde una perspectiva “psi”
argumentaban “yo no estoy loca, se creen que estoy mal
del coco y por eso me envían aquí, pero yo con pastillas
ya voy mejor”. Ellas estaban identificadas con el prejuicio
social de que ser atendidas por profesionales “psi”
implicaba una descalificación más, o incluso mayor,
que la invalidez por fibromialgia, y la auto-desvalorización
les resultaba insoportable;se decían a sí mismas mejor
enferma que “loca”, manifestando su miedo a entrar
en contacto con los aspectos emocionales subyacentes. El
dolor, en estos casos, era un buen cajón de sastre
donde colocar causas y consecuencias de su padecimiento. No puedo
dejar de resaltar el prejuicio social todavía imperante que
considera el malestar emocional como problemas del “coco”,
y a éste como el gran “Coco”, monstruo de la
fantasía infantil ¡que viene a devorar a l@s niñ@s
mal@s!
- Las mujeres
que no podían hablar de sí mismas
ni de su historia tampoco podían, consecuentemente, sostener
un proceso terapéutico, porque conectaban con otro dolor,
el dolor psíquico, y se desbordaban emocionalmente: “Después,
cuando salgo de aquí, me encuentro peor, aunque de otra manera;
sólo tengo ganas de llorar y de quedarme en la cama. Ahora
ya no puedo arreglar mi vida, es demasiado tarde, qué quiere
que le explique, sólo puedo decirle que me encuentro mal.”
Es el “mal
encuentro” consigo misma lo que le asusta, porque va desvelando
otra realidad que el dolor y la fatiga encubren. En estos casos
es el cuerpo el cajón de sastre de sentimientos
y emociones muy desagradables, por lo que prefieren aliviar el síntoma
a través de otros métodos no psicológicos.
Porque aquí conviene destacar que, en el funcionamiento psíquico,
la representación despierta el afecto, y el afecto
movilizado busca una representación (Green).
En otras ocasiones,
cuando el encuentro terapéutico iba más allá
del relato del dolor corporal, emergía del olvido
una historia infantil que reunía prácticamente todas
las vicisitudes traumáticas que se explican en el informe
de González de Chávez: pérdida temprana de
alguna de las figuras parentales, abandono, cesión a otros
familiares, malos tratos, abusos sexuales, desarraigo, migraciones;
en definitiva, acontecimientos vitales de difícil elaboración
psíquica, no tanto porque no hubiera palabras para decir
y expresar el sufrimiento emocional, sino porque tampoco
había quién pudiera escucharlas.
Cuando por
fin aparecía la oportunidad de ser escuchadas –a través
del proceso terapéutico- las pacientes que sí querían
encontrar sentido al dolor y al cansancio, comprobábamos
–en todos los casos- la estrecha relación entre
trauma y dolor emocional, y la enorme dificultad para tramitarlo
psíquicamente. Si no es demasiado tarde, a veces
se puede abrir la posibilidad de la “cura por la palabra”
(Freud), y se enciende el mecanismo de la simbolización.
En estas ocasiones, la paciente le puede dar sentido a sus vivencias,
asume emociones intensas desagradables, y se posiciona de una manera
más activa y menos victimista respecto a su salud.
Por último,
quiero destacar la violencia intrínseca que el dolor conlleva,
y que se puede expresar a través del lenguaje. No en vano
se dice: “si no lo digo, estallo”, o “mejor me
callo, porque si no la lío”, para citar dos expresiones
de las muchas que nos habitan cada día. Esto implica que
la asistencia terapéutica a pacientes aquejadas de dolor
también tiene el riesgo de abrir una “caja de Pandora”
que comporte una gran implicación transferencial, cosa difícil
de sostener en el ámbito asistencial público, donde
en tiempo es un bien muy escaso. Por ejemplo, así decía,
en una sesión de terapia grupal, una mujer diagnosticada
de fibromialgia sobre la mala relación con su marido: “Yo
me callo, me callo, aguanto para no enfadarlo; tengo miedo a la
separación porque es cuando los maridos matan a las mujeres...
¿a dónde voy a ir?, no tengo ningún sitio para
ir... me siento atrofiada... miro al balcón y tengo malas
ideas”. ¿Qué
diría, si no se callara? ¿Qué se aguanta, que
lo haría enfadar? ¿De qué está ella
tan enfadada? ¿Miedo a ser matada, quizá miedo a sus
deseos también de matar? ¿No consiste en eso el suicidio,
en matar? El terror la paraliza, la angustia la desborda, las ideas
suicidas parecen la única salida. Su cuerpo expresa el dolor
y la invalidez emocional que la atrapan. Atrofiada, sin posibilidad
de desarrollo y vida, al callar también tapona la expresión
/ liberación de su rabia y de su odio.
¿Qué quiero
decir con esto?
Que no sólo es importante acertar en el diagnóstico,
sino también en el abordaje terapéutico (medicamentoso
o psicoterapéutico, y éste de corto o largo alcance,
según demanda latente y posibilidades de elaboración
de la paciente).
Que lo que es bueno para el profesional, no siempre lo es para la
paciente. En este sentido, el “ideal terapéutico”
de un@ no siempre coincide con “lo que ya le va bien”
a la paciente.
Que nuestras intervenciones terapéuticas se hallan sobredeterminadas
tanto por la demanda de las pacientes (alivio sintomático
o análisis de la vida emocional), como de las condiciones
de la práctica asistencial.
Que el “coco”
que asusta a muchas pacientes aquejadas de dolor no es el duelo
no elaborado, sino el odio y la violencia incontrolables, que las
desborda; en estos casos, la estrategia medicamentosa o de
“terapias alternativas” seguirá siendo absolutamente
necesaria.
Que sigue siendo imprescindible discriminar la magnitud del malestar
de muchas mujeres en nuestra cultura, (pues parece que así
lo expresan cuando dicen “no me encuentro bien”), para
que puedan salir del capa/razón que les impide pensar, y
de las “urnas funerarias” en las que se enclaustran.
BIBLIOGRAFÍA
- Bayo-Borràs,
R. (1999) “¿De qué sufren las mujeres?”,
en Mujer y Salud Mental. Reflexiones y experiencias. Ed. Colegio
Oficial de Psicólogos de Catalunya. Barcelona
- Chiozza, L. (1997)
Del afecto a la afección, Alianza Ed. Madrid
- Green, A. (1998) El
discurso vivo. Una concepción psicoanalítica del afecto.
Editorial Promolibro. Valencia
- Marty, P. (1995) La
psicosomática del adulto, Amorrortu Ed. Buenos Aires
- Nasio,
J.D. (1992) El dolor de la histeria, Ed. Paidos. Barcelona
Regina
Bayo-Borràs
Psicóloga Clínica – Psicoanalista
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